Un día Quico no quería beber cerveza sino whisky. Fuimos con Roberto bombero -era el jefe del cuerpo local- al Star Mart de una gasolinera. La despachadora dijo que de las marcas conocidas no había, pero sí de un escocés que le gustaba a un diputado de Colón, del que dijo su nombre. A eso mi cuñado le indicó “deme de ese, que es de animales”, porque quería emborracharse. Fue de locura ese whisky. Al consumirse la primera botella, aproximadamente a las ocho y media de la noche, se envió a un muchacho a comprar otra. Fue la perdición. Apostados en la galerita de la gasolinera preferida. A Roberto casi se le brotan los ojos -ya de por si era ojudo- y me dice -primo, a ese hay que cortarle la hamaca-. ¡Papo! A este ya se le subió el trago. Sin decir algo,partió para su casa, la cual queda a tres cuadras del sitio, frente al parque. Antes de llegar se metió al billar. Se subió a la mesa y ahuecando las piernas, les gritó a los parroquianos “esta es mía”. Con palabras suaves, le pudieron sacar de allí. Luego pasó por la casa de una joven que hacia vida marital a escondidas con un joven ganadero, le gritó de lo que quiso. Por enfrente de esa casa no volvió a pasar, por lo menos tres años. Luego, se subió al techo de su casa, el cual es de teja. Estando en la parte más alta, se le bajó el gas y a las personas que por allí pasaban, les decía que llamaran a los bomberos porque él no podía bajar. Pero si usted es el jefe. “No molesten”, decía Roberto. No se volvió hablar de eso. Quico fue llevado a su casa por mi hermana. Iba todo blandito. Él mismo juró no volver a consumir semejante trago.
En una ocasión le dio por ser pescador, porque el grupo tenía la afición de ello y él no. Íbamos al Aguán a pescar con lombriz como carnada. Se sacaba carpas, guapotes y bagres. Pero le ensartaba las lombrices en el anzuelo porque le daba asco. También Pedro se metía al río cuando se le trababa el anzuelo en una balsera o en una raíz. Un día quiso ir a Puerto Castilla. En ese tiempo no había prohibición para su ingreso a los pescadores. Después de la caída de las torres gemelas de Nueva York, los gringos prohibieron el ingreso de particulares a los muelles de los países amigos, para evitar un posible ataque terrorista. Por suerte sacó un jurel de unas doce libras. Fue un escándalo el que armó, indicándonos que él era el mejor pescador y, no volvió. En esa misma ocasión le amargó el día a cinco pescadores que llegaban a menudo desde La Ceiba, subidos en una pequeña camioneta Toyota mil. Todos pesaban más de 300 a 400 libras. Lanzaban como 30 cordeles. Quico lanzaba su cuerda atravesando las de los ceibeños. Cuando se le trababa en los yates que yacían en el fondo de muelle, le ordenaba a Pedro que cortase todos los cordeles menos el de él. Gritaba a todo pulmón protestando por qué venían los ceibeños, pues éstos tenían su mar allá y, el de aquí, es para los pobladores del valle del Aguán (FIN).