No habrá necesidad de dilatar estos renglones con una curiosa lista, porque es fácil ponerle nombres y rostros a personas del entorno y a personajes públicos de nuestro mundillo que hacen o dicen lo que sea, disparatado, absurdo y algunas veces -siendo generosos- bastante estúpido, solo para figurar, buscar aceptación, hacerse famosos.
La ciencia llama a esta ignominiosa conducta “complejo de Eróstrato”, y aunque siempre ha existido, las nuevas tecnologías de la información y el acceso fácil a las redes -que también irrumpen en los medios tradicionales- permite a estos exhibicionistas sociales alimentar su desajustado comportamiento.
¿Qué deliran para sus seguidores? Desde luego, no leen poesía en las redes, no resuelven el teorema de Pitágoras ni explican la Tabla Periódica, no dan soluciones económicas ni la complejidad médica. No. Su mundo se aprovisiona con la noticia falsa, la especulación, el rumor, la calumnia y el chismorreo.
El ecosistema irresistible para estas personas insidiosas es la política, porque ahí pueden decir cualquier cosa con turbadora impunidad. Acusan sin pruebas, tergiversan decisiones de gobierno, falsean información pública, mienten con descaro, y cuando les descubren su embuste, ellos como si nada. Están enfermos.
Tres siglos antes de nuestra era, en la antigua Éfeso, se levantaba imponente una de las siete maravillas: el templo de Artemisa -Diana para los romanos-, diosa de la caza. Una noche, el anodino Erástroto vertió aceite y fuego para destruirlo, sólo para ser recordado siempre.
Su nombre fue prohibido bajo pena de muerte, pero subsistió y ahora nombra esta enfermedad.
Como toda patología, el complejo de Eróstrato tiene diferentes niveles: algunos se conforman con unos cuantos “Like”, muchos se sienten aplaudidos en WhatsApp, y otros que no tienen filtro sueltan cualquier barbaridad para que los demás conozcan su nombres y apellidos.
Este afán irrefrenable de ser famoso a cualquier precio, desboca a estos personajes a opinar del tema que sea -sabelotodo-, abruman con publicaciones en Facebook, abusan en Twitter, son insoportables en WhatsApp, y los entrevistan por entretenimiento, como chiste; en su estrechez mental creen que son importantes, que todo mundo habla de ellos y que hasta cuchichean sobre sus vidas banales.
El ansia patológica de popularidad resalta irrebatible en algunos patéticos funcionarios elegidos por voto, en militantes de los partidos políticos, en opinantes de oficio y en algunos que se hacen llamar “analistas”, que no pueden ocultar la necesidad de atención y buscan desesperados donde apuntar que esta boca es mía.¿Que nos deja esto?
El circo mediático que atosiga y relega el pensamiento, la razón; el predominio de personajes mediocres e irresponsables en la opinión pública; la dominación de la noticia falsa y la calumnia; la promoción de la desesperanza y el desánimo. Tercer mundo