Sin embargo, la realidad me dio una lección, “la paradoja del desarrollo”, no necesariamente el bienestar económico reduce la violencia si no viene acompañado de cohesión del tejido social, igualdad de oportunidades y políticas de prevención y protección integral para niños, niñas y adolescentes.
Hoy, la violencia es una cruda e inexplicable realidad y sus consecuencias son claras, sobre todo en niños, niñas y adolescentes, quienes se ven no solo afectados por el maltrato físico, abuso sexual y crimen organizado; alcanzado cifras alarmantes que no respetan fronteras, razas, géneros o edad.
Vivimos en una de las regiones más violentas del mundo… Latinoamérica, aunque en ella solo vive el 12% de la población mundial, el 36% de todas las muertes violentas ocurren aquí. De las 50 ciudades más violentas del mundo, 43 están en nuestra región.
En Honduras, a pesar de los esfuerzos realizados, San Pedro Sula todavía figura en la lista, ocupando el segundo lugar, después de cortar de tajo su cifra de homicidios de 171.20 a 111.03.
La inseguridad es el resultado de muchos factores, entre ellos: el tráfico de drogas y el crimen organizado; los débiles sistemas judiciales y de cumplimiento de la ley que fomentan la impunidad; la falta de oportunidades y apoyo para jóvenes que viven en comunidades desfavorecidas.
La violencia tiene un alto costo no solo por las vidas que se pierden, sino también porque se dejan de invertir recursos para prevención para destinarlos a seguridad, poniendo en riesgo la trayectoria de vida de niños, niñas y adolescentes y con la de ellos la de la sociedad en su conjunto.
Esto ha despertado preocupación de todos los sectores incluida la comunidad religiosa. Qué podemos hacer juntos para trabajar por sociedades más justas y equitativas donde se respeten los derechos de niños, niñas y adolescentes.
Qué podemos hacer para revertir la violencia, qué tenemos que hacer para reescribir la historia y convertirnos en agentes de cambio para transformar nuestra realidad por otra en la que se proteja a niños y adolescentes, se desarrollen capacidades y se brinden oportunidades con una mirada puesta en la prevención.
Como funcionaria de una organización internacional que tiene 80 años de trabajo con la niñez alrededor del mundo, me atrevo a afirmar que nunca es demasiado temprano ni demasiado tarde para que la prevención funcione.
Si bien los enfoques a largo plazo de la prevención pueden comenzar antes del nacimiento y brindar beneficios en la adolescencia y en la edad adulta, programas de política eficaces con horizontes a más corto plazo también deben de estar disponibles más adelante en la vida de las personas que incluya inversiones en programas de educación, programas de comportamiento y destrezas sociales, y esfuerzos de reducción de la pobreza y, sobre todo, un trabajo fuerte con las familias como núcleo central de protección de niños, niñas y adolescentes.
Para ello es necesario contar con un Sistema Nacional de Garantía de Derechos para Niños, Niñas y Adolescentes con el estamento legal que ampare su funcionamiento y los recursos necesarios para su operación eficiente que establezca una coordinación efectiva y eficiente entre todos los actores y los incorpore como parte de la solución.
El reto para el país como garante de derechos y para la sociedad como corresponsable del cumplimiento de esos derechos está lanzado, conocemos el problema, la solución está planteada, en las manos del Estado está aplicarla, y que la sociedad tenga el coraje para actuar y empezar individualmente y modelar nosotros mismos el cambio que queremos ver.