El anuncio del nacimiento del Hijo de Dios llega a estas honduras sumida en una espiral de crisis, corrupción, violencia e inseguridad. Resulta, cuanto menos, doloroso que, mientras los índices de pobreza y desigualdad se disparan, la sangre de inocentes mancha las calles y la esperanza se desvanece, se presente una figura divina ante este enjambre de problemas profundamente arraigados en la sociedad.
¿Cómo puede un ser celestial nacer en un entorno donde la vida humana carece de valor? ¿Cómo puede la fe encontrar eco en corazones endurecidos por la injusticia y la desesperanza? La imagen del niño divino, símbolo universal de pureza e inocencia, contrasta de manera abismal con la realidad que viven millones de personas en nuestra nación.
Es fácil invocar la figura de un redentor para evadir nuestra propia responsabilidad en la construcción de un país mejor. Es cómodo refugiarse en la promesa de un futuro utópico, mientras dejamos de lado las acciones concretas que se requieren para transformar nuestra sociedad. Pero la fe, genuina y profunda, no puede ser una simple evasión, sino un llamado a la acción, un compromiso con la justicia y la solidaridad.
Si de verdad creemos en la posibilidad de una Honduras más justa y equitativa, debemos dejar de lado las falsas promesas y las soluciones mágicas. Debemos exigir a nuestros gobernantes trabajar juntos para construir comunidades más solidarias y equitativas, donde todos tengan las mismas oportunidades.
El nacimiento de Jesús no puede ser una excusa para la inacción. Al contrario, debe ser una fuente de inspiración para que cada uno de nosotros asuma su responsabilidad y trabaje por este pueblo donde todos puedan vivir con dignidad.
Más allá de la Navidad, está la expectativa que nos convoca a una profunda reflexión en un contexto marcado por la desmoralización, la migración, la impunidad y la burla diaria de los políticos. Mientras las luces navideñas iluminan las calles y los hogares, las sombras de la corrupción y los abusos de poder se extienden sobre millones de vidas.
No basta celebrar el nacimiento de un niño símbolo de humildad y justicia, señalemos cómo los poderosos se enriquecen a costa de los más vulnerables. La corrupción, como un cáncer que carcome los cimientos de nuestras sociedades, socava la confianza en las instituciones y perpetúa la injusticia.
La solidaridad, lejos de ser un concepto abstracto, es una necesidad imperiosa en estos tiempos convulsos. Es el hilo invisible que teje una comunidad, el puente que une a quienes sufren con quienes pueden ayudar. Sin embargo, no puede existir en un entorno donde la corrupción y los abusos de poder son la norma de un gobierno que todo lo arregla con un discurso para celebrar la construcción de campos deportivos, para seguir adormeciendo a la gente.
En estos días, es fundamental recordar que la verdadera solidaridad implica no solo actos caritativos, sino también un compromiso activo con la transformación social. Debemos exigir a esas familias del poder, transparencia, rendición de cuentas y un ejercicio de la democracia que esté al servicio del bien común.
Esta lucha contra la corrupción y los abusos políticos es una tarea que nos compete a todos. Es una lucha que trasciende las fronteras y las ideologías, pero requiere de la participación ciudadana. En esta Navidad, renovemos nuestro compromiso con una sociedad más justa y equitativa, donde la solidaridad sea una realidad cotidiana y no una cadena de televisión para desear “feliz Navidad”, y mantener sometido al pueblo con el dolo y la farsa.
Independientemente de nuestras opiniones religiosas, el Hijo de Dios ha nacido en la provincia romana de Galilea hace más 2,000 años, y hay que festejarlo luchando por adecentar a este país.