“Todas las muertes sin explicación eran porque estaban limpiando el camino, limpiando evidencias y dejándole el camino solamente a un grupo; el grupo que estaba en el poder”. Esta es una cita del libro “Tierra de narcos”, del autor hondureño Óscar Estrada, que describe con colores la manera de operar del narcotráfico cuando se alinea con el poder.
Durante las últimas semanas, toda Honduras ha estado pegada al juicio contra el expresidente Juan Orlando Hernández, conociendo con cada testimonio cómo la política y el narco se entrelazan. Parece que no puede haber narcotráfico sin la protección de los políticos y no se pueden ganar elecciones sin el dinero del narco. Esa relación que comenzó con dinero para campañas se consolidó en una estructura criminal que logró infiltrarse en familias, comunidades, empresas, bancos, partidos políticos, instituciones públicas y los cuerpos de seguridad. Nadie se salvó, ¿o nadie quiso salvarse?
Por mucho tiempo se viene asociando a Honduras con el término “narcoestado”. A pesar de que no existe un concepto universal y sus orígenes son más periodísticos que científicos, es probable que Honduras tenga características de un narcoestado. Se suele pensar que un narcoestado está caracterizado por la pérdida de control territorial o su captura institucional; es decir, se trata de un Estado débil. Sin embargo, países productores y exportadores de drogas ilegales como México y Colombia no son estados débiles.
Por eso, el primer criterio para ser un narcoestado debe ser la conspiración de sus más altos líderes que tienen el poder y la autoridad para movilizar la maquinaria estatal para apoyar y lucrarse del negocio de las drogas ilegales. Una vez los liderazgos son parte del “traqueteo”, eso permite la captura institucional y la deliberada falta de control territorial. Un narcoestado desarrolla una política pública clandestina que produce rentas privadas e ilícitas con la ayuda de la corrupción, el fraude y la violencia sistemática.
Antes de que el narco pueda permear al Estado, tiene que hacer suya la política y convertirla en “narcopolítica”, pues es el canal para llegar al poder. La política hondureña es altamente vulnerable al narco, no solo porque tenemos reglas formales como leyes e instituciones débiles, también porque la manera de hacer política requiere de grandes sumas de dinero para la compra de votos, para la movilización de activistas, para manejar las mesas y para financiar campañas. Y son estas reglas informales las que impiden las grandes reformas, pues implicaría cambiar una de las facetas más lucrativas de hacer política.
Pedir a los políticos que produzcan reformas de 180 grados sería ingenuo, sabiendo que sus incentivos son otros. Tal vez no deberíamos buscar soluciones “mejores prácticas” o lo que otros países hacen y más bien tratar de manejar mejor los riesgos de la infiltración del narco a lo interno de los partidos políticos.