Partiendo de la premisa “la fe sin obras, está muerta (Santiago 2:14-19)” la Iglesia ha volcado todo andamiaje operativo en pro de la causa: ratificar su presencia donde se precisa de su ayuda y llevar una voz de aliento y esperanza a todas las personas contagiadas por el covid-19.
Mucha gente se ha preguntado por qué la Iglesia no comunica lo que está haciendo para paliar los efectos del coronavirus. La respuesta es sencilla. Lo que motiva a la Iglesia a realizar obras humanitarias no es la publicidad, sino el firme propósito de hacer el bien a los demás en forma afectuosa.
Hemos visto los aplausos muy merecidos al personal sanitario, de seguridad, de limpieza de los hospitales generales y albergues; pero no se aplaude a tantos sacerdotes, monjas, jóvenes y adultos laicos voluntarios de las parroquias, de las familias, de tantas asociaciones, a Cáritas, a Manos Unidas, y un largo etcétera, que de forma individual o colectiva hacen un titánico trabajo para ayudar a las personas necesitadas en esta pandemia.
Cuando la Iglesia a través de sus instituciones presta servicios a la gente necesitada no pregunta por sus ideas: por si es creyente o no, sus acciones hacia los más necesitados suceden en el anonimato. Durante la actual pandemia que tiene de rodillas al mundo los institutos religiosos han realizado numerosas contribuciones con la ayuda del esfuerzo, la imaginación y hasta la entrega de la vida de muchos clérigos y personas de buena voluntad.
Ciertamente, no se puede recopilar toda la labor que realizan en una sola página puesto que la lista de las actividades es numerosa. El clero diocesano, las órdenes religiosas católicas y los institutos de vida consagrada han salido al encuentro de los enfermos y de los más necesitados para recordarles que no están solos.
Ante la pregunta qué se ha hecho en beneficio de los enfermos por esta pandemia la respuesta más dramática es “dar la propia vida”. Pensemos en los muchos sacerdotes y religiosos que, arriesgando sus vidas, permanecen en primera línea y se mantienen cerca de los enfermos dándose a sí mismos hasta el final.
Algo doloroso pero digno de todo reconocimiento ha sido el fallecimiento de cientos de sacerdotes, religiosos y religiosas que llevando una voz de aliento y esperanza a los enfermos se han contagiado con el virus. Sólo en Italia, uno de los países más afectados por la pandemia se estima que más de un centenar de sacerdotes, monjas, monjes y misioneros han fallecido por permanecer al servicio del pueblo. Algo similar se ha dado en España y los EE UU. En América Latina también son varios los fallecidos y la tendencia sigue al alza.
Con el afán de servir, muchos religiosos sorprendentemente han vuelto a sus profesiones médicas en atención a los enfermos y otros, se han ofrecido como voluntarios sanitarios en los centros de salud para compaginar esta labor con su misión espiritual.
En los hospitales generales y en los albergues públicos muchas han sido las personas que han fallecido en completo abandono, sin poder despedirse de sus familiares y han sido los sacerdotes quienes les han dado no solo el último sacramento, sino la compañía necesaria para sus últimos momentos de vida, y con ello, brindar un apostolado de caridad ejemplar para toda la comunidad médica. Ciertamente, con esta decisión apoyada por su profunda fe, nos recuerdan el amor al prójimo que el Señor nos enseñó.
En un gesto caritativo el Vaticano ha destinado respiradores pulmonares a varios países para auxiliar en el tratamiento de los más afectados por la pandemia. Estas máquinas se han vuelto imprescindibles en las terapias de los enfermos más graves. Los obispos de cada diócesis son quienes los han llevado a los hospitales para acercarlos a quienes más los necesitan.
Muchas diócesis a través de sus parroquias han hecho donaciones de productos alimenticios no perecederos entre las personas en situación económica calamitosa. Así mismo, han puesto a disposición de los pacientes en recuperación las instalaciones físicas eclesiales.
El Papa ha instituido un fondo de emergencia para las áreas misioneras afectadas por el coronavirus para ayudar a los países en desarrollo entre ellos América Latina, donde la escasez de medios combinados con el coronavirus ha generado situaciones muy difíciles de atender con prontitud.
El Papa solicitó al Vaticano la creación de una Comisión de Alto Nivel para expresar la preocupación y el amor de la Iglesia por la entera familia humana frente a la pandemia de covid-19, sobre todo a través del análisis y la reflexión sobre los desafíos socioeconómicos y culturales del futuro, junto con una propuesta de pautas para enfrentarlos.
Más recientemente, el Papa dio a conocer la creación del Fondo Jesús Divino Trabajador, un proyecto para la diócesis de Roma de apoyo a los afectados por la crisis económica debido a la pandemia de coronavirus.
Como algo positivo e impensable, este tiempo de cuarentena y de aislamiento social nos ha permitido confirmar que también es posible que brote amor donde antes había indiferencia y cercanía donde antes había distancia. Nos hace sentirnos hermanos con el resto del mundo cuando antes nos veíamos tan distintos.
Sintámonos bendecidos por pertenecer a una Iglesia viva y sigamos su ejemplo. No permitamos que el miedo sea un limitante para la caridad ni que la incertidumbre nos haga perder la fe.
Recordemos que “un milagro sucede cuando cambias lágrimas por oración y miedo por fe”, como decía san Francisco de Asís. Es en tiempos difíciles, como los que estamos viviendo actualmente, en donde la Iglesia se hace presente para brindar un testimonio vivo de esperanza, fortaleza, fraternidad, solidaridad y unidad.