Columnistas

Víctimas sin voz

Tenemos que ser más sensibles al dolor de nuestros análogos, máxime en un momento en el que proliferan tantas víctimas sin voz, en un mundo cada día más crecido por las falsedades y el endiosamiento de los poderosos.

Se me ocurre pensar en esos niños concebidos por violación en tiempo de conflictos.

Creo que debiéramos fomentar mucho más la solidaridad con estas gentes que han sobrevivido a la violencia social.

En demasiadas ocasiones, estos chavales quedan en un limbo legal, como apátridas, convirtiéndolos en objetivos fáciles para el reclutamiento por parte de grupos armados, la radicalización, la trata y la explotación.

De igual modo, también podríamos reflexionar sobre el maltrato psicológico y la explotación financiera que sufre el 10% del colectivo de la tercera edad en el mundo. O, igualmente, sobre esos millones de migrantes que son víctimas del comercio de las redes de tráfico.

Sea como fuere, todo este cúmulo de actividades delictivas no han de quedar impunes.

Es una verdadera inhumanidad, que atañe a cada país e incluso a los más desarrollados, que este tipo de arbitrariedades se sigan produciendo.

Desde luego, hay que impedir con urgencia que los criminales y corruptos se sustraigan a la justicia y tengan la última palabra sobre la ciudadanía.

Nos merecemos otros cuidados y otros líderes. Para el liderazgo solo hay un camino: el servicio. No el servirse, sino estar al servicio, con una entrega generosa a la gente. Por cierto, ya en su época, el filósofo y economista alemán Karl Marx (1818-1883) solía decir que “el obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”.

En vista de estas tremendas realidades que nos circundan, en las que suele prevalecer la lógica del egoísmo y de la violencia, hay que tutelar mejor los derechos humanos, pues cada vez que los abandonamos corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos.

En consecuencia, nos concierne a todos nosotros establecer mecanismos de cumplimiento. Sabemos que la equidad, la justicia y la libertad evitan que se acreciente la cosecha de sembradores del terror, pues apliquémonos en la observancia de sus acciones.

De igual manera hay que proteger a aquellos ciudadanos que se encuentran en un estado de sumisión asfixiante, es el caso de ciertos organismos financieros, que lejos de promover avances en su población, los empobrecen, haciéndolos totalmente dependientes de sus sistemas crediticios. Dicho lo cual, cabe recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto del derecho, lo que significa que nadie puede considerarse dominador de nadie, autorizado a pasar por encima de la dignidad de la persona.

Recapacitemos, entonces, sobre la Declaración Universal de los Derechos humanos. Algo que nos fortalece a todos. Los principios que recoge son tan relevantes en el momento actual como lo fueron en 1948.

Por eso, hemos de luchar por nuestros propios derechos y por los del prójimo, advirtiendo que si las guerras son siempre una derrota contra nuestro propio espíritu humano, la acción de tantos intereses crueles nos acaban llevando a la tumba a toda la humanidad. Para desgracia nuestra, algunos que ostentan el mando se han encumbrado tanto en la soberbia que son incapaces de comprender al semejante.

Ahora bien, suelen ser expertos en manipularlo todo, hasta el punto de hacer que el sacrificado parezca un malhechor y el malhechor, el sacrificado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de estar en permanente vigilancia, tanto de las instituciones como de los individuos. Además, los gobernantes han de hacer todo lo posible por desarrollar políticas de servicio verdaderamente equitativas para que, en lugar de enfrentarnos, nos insten a un ambiente en el que prevalezcan los vínculos de la concordia, en vez de que aumenten el número de explotados, excluidos y reventados, ante tantas esclavitudes que no cesan.

Nos hace falta, por tanto, activarse en conjunto con decisiones pactadas, críticas y globales, para que cuando menos no haya más corazones inocentes martirizados, a los que se les niegue la palabra, ni tampoco se les escuche desde los podios del imperio.