La muerte violenta de mujeres es un problema que ha venido creciendo en todo el territorio nacional ante la pasividad de las autoridades que están llamadas constitucionalmente a preservar la vida de sus ciudadanos y ciudadanas.La situación es grave y muy poco se está haciendo para frenar esta otra pandemia que corre como pólvora en los 18 departamentos de Honduras.
Mientras el Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) informaba que en sus registros al día 13 de febrero, en Honduras habían sido asesinadas 50 mujeres (una cada 21 horas), dirigentes de organizaciones de defensa de derechos humanos expresaban su preocupación por los grados de saña, odio y desprecio que se manifiestan en la mayoría de los casos.
Preocupante es también el alto grado de impunidad en estos crímenes, que tiene libres a los homicidas en más del 90% de los asesinatos registrados, lo que solo denota las falencias y la falta de voluntad de las autoridades competentes para frenar este delito.
Y no solo acabar con la impunidad es la deuda pendiente del Estado para con sus mujeres, también están llamados a redefinir las políticas de atención de los problemas que las afectan y las relegan; a atacar las raíces de esa violencia, es decir, la desigualdad de género en cualquiera de sus formas y en todos los ámbitos.
No hay fórmulas por inventar. Lo que se debe hacer está en libros, informes, consultorías, documentos y políticas de organismos especializados en estos temas, en los que recomiendan que las intervenciones políticas deberían, entre muchas otras, orientarse al cambio de aquellas normas sociales que son discriminatorias; cerrando las brechas de género existentes en el nivel educativo, económico o social; y creando una mayor concienciación social acerca de la violencia de género. El reto es grande y debe afrontarse.