Esta efemérides, acaecida el 1 de julio de 1823, es soslayada inexplicablemente pese a formar parte constitutiva de nuestro proceso emancipador. Apenas a cinco años para recordar y conmemorar el bicentenario de esta decisiva fecha, es oportuno evocar su trascendencia.
La primera, proclama en la Ciudad de Guatemala el 15 de septiembre de 1821, por la cual se rompió el vínculo colonial que nos subordino al Imperio Español durante más de trescientos años, apenas duró tres meses y días, ya que el 5 de enero de 1822 fuimos anexados al Imperio Mexicano de Agustín Iturbide, quien envió un ejército al mando de Filísola para consumar tal hecho.
José Cecilio del Valle se opuso a la misma, escribiendo: “...Los destinos de una nación dependen de ella misma. Solo Guatemala (se refiere a Centroamérica) puede decidir de Guatemala: y esa voluntad no se ha pronunciado hasta ahora. Guatemala no debe ser provincia de México. Debe ser independiente. Esto es lo que enseña la razón: lo que dicta la justicia: lo que inspira el patriotismo”.
Para 1823 colapsó el efímero régimen imperial, recuperando el istmo su libertad, procediendo a convocar a un Congreso reunido en Guatemala, la que proclamó el 1 de julio de ese año la independencia absoluta, proclamando la república con el nombre de Provincias Unidas del Centro de América, convocando a la Constituyente encargada de redactar la Carta Fundamental. El artículo 1 de dicha acta mantiene una vigencia permanente: “Que las expresadas provincias, representadas en esta Asamblea, son libres e independientes de la antigua España, de México y de cualquier otra potencia, así del antiguo como del nuevo mundo, y que no son ni deben ser el patrimonio de persona ni familia alguna”.
Así como nos aprestamos a conmemorar la primera emancipación, también debemos hacerlo con respecto a esta segunda, la definitiva, con una visión a la vez interpretativa y crítica, examinando los logros alcanzados hasta ahora y las limitantes que la han condicionado.