Opinión

Las lecciones de Manto

Hace poco hice un viaje a esa nación imaginada que es Olancho. Estuve en Manto, antigua capital de la tierra del oro y el talento cuna, y las lecciones del viaje me permitieron aprender mucho sobre lo que le pasa a este país.

Manto es pequeño, con una sola calle alrededor de la cual se han aglutinado las casas. Es notable que aún hoy se diferencie la existencia de dos agrupaciones de casas: el Manto de los indios se ubica al entrar al pueblo.

Al fondo, rodeando la plaza central, se encuentran los negocios grandes y las calles de las familias importantes, el Manto de los españoles.

Para 1582, Manto ya aparece como un pueblo tributario con encomenderos a cargo. Tras la caída de San Jorge de Olancho en 1611, Manto se convierte en la capital del partido de Olancho el Viejo.

La riqueza del lugar, minera y comercial (esta última al ser sitio de tránsito entre Trujillo y el interior del país), le dio al pueblo una prosperidad envidiable.

Décadas después de la independencia, los oligarcas olanchanos, de Manto en su mayoría, se negaban a acoplarse al proyecto de la nación. Para obligarlos, Medina hizo una “ahorcancina” que aún resuena en los rescoldos de las memorias seniles de Manto.

Hoy, en el siglo XXI, Manto no es más que un pueblo olvidado. Las calles que otrora estuvieron empedradas hoy lucen descuidadas y polvorientas.

El cementerio está lleno de tumbas antaño gloriosas, saqueadas, como la de Yrene Güel y Romero, esposa de un Vilardebó, miembro de la familia más rica de Olancho en el siglo XIX.

¿Qué pasó en Manto? ¿Fueron los incendios que consumieron la ciudad los que acabaron con tanta gloria, en un pueblo que se ufanaba de tener su propio cuño de monedas, cuando el resto de Honduras era un conjunto de villorios empobrecidos? La respuesta es no.

La lectura de la historia de Manto, vista ya sea en los libros o en las lúcidas mentes de varios octogenarios del pueblo a quienes pudimos entrevistar, nos muestra que la ambición de una élite de familias que se disputaron el poder fue la causa de la decadencia de Manto.

Así, un pueblo que estaba destinado a convertirse en una de las ciudades más prósperas del país fue condenado a la ignominia.

Las polvorientas calles de Manto y los huesos de los Vilardebó incendiados por saqueadores de tumbas deberían servir de señal a quienes nos gobiernan: sus ambiciones personales nos están llevando al abismo.

Aún no nos incendiamos como Manto en el gobierno de Medina, pero cada día nos acercamos a la más irredimible de las miserias.

Deberían saber que ellos no saldrán incólumes de la caída: también los Gardela, los Güell y los Vilardebó dejaron de existir, y sus memorias fueron condenadas a quedar en el más detestable de los olvidos. Podría pasarles lo mismo que a ellos.

El pueblo, cada vez más ignorante y pobre, podría convertirse en una masa famélica, hambrienta más de justicia que de pan.

Y entonces sí podría prenderle fuego a esta nación inventada que nos dejaron los reformadores liberales, y de la que nadie, salvo unas cuantas familias, ha sacado provecho.