Opinión

Mi padre, lector empedernido, guionista de radio y profesor de segunda lengua, tenía una agendita verde en la que gustaba anotar cada inefable gazapo y “neologismo” cincelado por la ignorancia o soberbia de los locutores en la televisión (de noticias o deportivos, sus favoritos), convencido que debía dejarse constancia del nacimiento de cada vocablo o frase, por infames que estas fueran, como si de “joyas” se tratase. Mi hermano menor, heredero de su paciente afición, se volvió especialista en encontrar “lapsus linguae” (errores cometidos al hablar) televisivos y “lapsus calami” (tropiezos al escribir) en la prensa, los que comunicaba al viejo para enriquecer su colección. Yo me unía a ellos en la “despiadada” cacería de pifias y desmanes al narrar y redactar, convencido que de los yerros se aprende siempre y se puede nutrir un buen archivo de material para animar fiestas, conversaciones y una columna como ésta.

Mi madre nos reprendía por nuestros afanes, pues era más condescendiente con los traspiés, conscientes o inconscientes, de los comunicadores. Reconocía ante nosotros, sin embargo, que no lo hacía por nobleza, sino por lástima. Ella también disfrutaba escuchar de cada nuevo “pelo en la sopa” que descubría papá, confiándonos recientemente que más de alguno había sido escuchado por ella y, oportunamente, donado al “joyero paterno”. Dicho de otro modo, también le encontró el gusto a este poco ortodoxo juego de captar desaciertos y disparates.

La rebusca de descuidos y chapuzas se extendió varias veces a la producción televisiva nacional (certámenes de belleza, cobertura de festividades, programas de concursos u obras de ficción) con los despistados que se cruzan frente a la cámara, micrófonos abiertos, gente haciendo musarañas detrás de los entrevistadores, camarógrafos distraídos enfocando al cielo o al suelo, micrófonos aéreos a la vista, utilería de mala calidad, rotulaciones con errores de ortografía, fallas de escenografía y de continuidad,... no se nos escapaba detalle y nos divertíamos haciéndolo, para compartirlo después con el patriarca. No obstante, encontrar esos “pelos en la sopa” era para nosotros solo un entretenido juego familiar, un jocoso ejercicio doméstico, que llenaba de anécdotas las pláticas de sobremesa y las tardes de café en la casa parental.

Con el paso de los años, he notado que nosotros éramos solo alegres “aficionados” en esta práctica, pues hay verdaderos portentos en la identificación masiva de defectos y errores en todo lo que se hace y les rodea. Si no pueden criticar a alguien por la forma en que habla, cuestionan el modo en que viste. Ven siempre medio vacío el vaso y no dan mérito a nada ni a nadie. A diferencia nuestra, no ríen con lo que descubren, más bien sufren y rumian amargura. Ven melenas en la sopa y se quejan también del corte y el peinado. Donde no hay pelos, ellos llevan los propios. Y si hablan por la tele y la radio, o escriben, prepárese: porque habrá barbas y están de huelga los barberos. De tales también se reía el viejo (quien era calvo): “Es que los pelos en la sopa son ellos… y no se dan ni cuenta”.