O tal vez sí logre determinarse científicamente (mediante autopsia a realizarse en Estados Unidos), y más allá de cualquier duda razonable, si el bardo chileno Pablo Neruda falleció de causa natural (cáncer avanzado de próstata), o, si por el contrario, fue envenenado mientras se encontraba en un nosocomio de Santiago, días después del golpe militar que derrocó al gobierno constitucional de Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973, tal como sostiene quien durante años fue su conductor y asistente, Manuel Araya.
Esta versión no debe ser descartada a priori, ya que el régimen pinochetista implantó como política de estado –terrorismo oficial-, la eliminación física tanto de opositores como de inocentes, incluyendo al exmandatario demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y a los generales Prats y Bachelet, tanto dentro como fuera de Chile. En esa campaña de exterminio se inserta la “caravana de la muerte” que recorrió todo el país capturando, torturando y asesinando militantes y simpatizantes de la Unidad Popular.
Una duda similar sobre la causa verdadera de muerte flota en torno al deceso del dirigente palestino Yasser Arafat; su viuda sostiene que la agencia israelí de inteligencia, Mossad, lo inoculó con un virus patógeno. Los resultados de la exhumación de sus restos aún no han sido hechos públicos.
La CIA, por su parte, intentó sin éxito, y en varias ocasiones, eliminar a Fidel Castro, contratando para tal efecto a sicarios del crimen organizado.
Igual propósito realizó la policía secreta soviética, “neutralizando” a disidentes en cualquier punto del planeta donde se encontraran.
¿Cuál era el temor que sobrecogía al todopoderoso Pinochet respecto a un anciano, enfermo terminal? ¿Acaso no contaba con un formidable y eficiente sistema represivo, que funcionaba en colaboración con sus homólogos sudamericanos?
El miedo del general se fundamentaba en el prestigio mundial del poeta, Premio Nobel de Literatura, en su poder de convocatoria y movilización de la opinión publica mundial. Su voz y su pluma, si hubiera logrado acogerse al exilio mexicano ofrecido por el mandatario Luis Echeverría, denunciarían a los cuatro vientos la ilegalidad, atrocidades y horrores, respaldados por Nixon, Reagan, Thatcher y Friedman, del pinochetismo.
Ese es el mismo pánico que experimento Stalin respecto a Trotsky, persiguiéndolo implacablemente por varios continentes hasta que finalmente logró asesinarlo en tierra azteca, único país que acogió al entonces visto como paria internacional, al que se le negaba hospitalidad y refugio.
Igual sentimiento embargó al dictador Gerardo Machado cuando ordenó la eliminación de Juan Antonio Mella en 1929, quien había buscado refugio en México.
Citemos otras muertes que nunca fueron total y definitivamente aclaradas en sus circunstancias: las de los coroneles francisco Javier Arana (1949) y Carlos Castillo Armas (1957) en Guatemala, la del general Omar Torrijos (1981) en Panamá y la del comandante Camilo Cienfuegos en Cuba.