Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
SERIE 2/2
Resumen
Un hombre es asesinado a balazos en una carretera solitaria cerca de Guaimaca, y aunque la Policía trata de resolver el crimen, un misterio muy grande rodea a la víctima. Nadie sabe en realidad de dónde vino, nadie sabe de dónde sacó tanto dinero para invertir; nadie sabe nada de su vida, ni siquiera su esposa.
Se supone que no tenía enemigos pero para los detectives de homicidios de la DIC, su muerte parece una venganza. Pero, ¿a quién le hizo daño aquel hombre que más bien era estimado por todo los que lo conocían?
Hipótesis
“Insisto –dijo el detective a cargo del caso–, la muerte de este hombre tiene sus motivos en el pasado… Siempre he creído que a nadie matan de gusto y estoy seguro de que la víctima conocía bien a su asesino… Es más, me inclino a creer que tenía una deuda muy grande con él”.
El detective guardó silencio. Sus compañeros esperaron a que siguiera hablando, sin embargo, estaba hundido en un mar de pensamientos y su silencio se prolongó.
“¿Qué tipo de deuda?” –preguntó, entonces, uno de los agentes.
“Tal vez una deuda de sangre”.
“¿Estás diciendo que tal vez Roberto mató a alguien que era muy cercano de su asesino?”
“Tal vez”.
“Pero, si eso fue así, ¿cuándo pasó? Recordemos que la víctima vivió en paz quince largos años…”
“Ahí está la clave del caso –lo interrumpió el detective–; quince años en los que parece que estuvo escondido…”
“¿Escondido de quién?”
“Eso es lo que tenemos que averiguar…”
“Yo creo que si mató a alguien hace quince años, ese crimen debió dejar huellas en esa época, y la Policía algo debió saber, aunque fueran rumores que lo señalaran a él como el criminal”.
“Es cierto. Algo debió de eso debió saber la Policía, y en algún lado debió mencionarse su nombre”.
“Y recordemos que la víctima no tenía antecedentes policiales ni judiciales… De haberle dado muerte a alguien, el DIN hubiera tenido su nombre en alguna parte, y estaba limpio. Además, por quince años trabajó en Guaimaca y los alrededores con su verdadero nombre, lo que nos indica que no tenía miedo de la Policía”.
“Lo que nos dice que no se escondía de nosotros…”
“Entonces, ¿de quién?”
“De algún enemigo mortal”.
“Al que tal vez le tenía mucho miedo”.
“Eso no lo creo porque al encontrarse con él en el camino detuvo el camión a un lado de la carretera, se bajó y eso solo se hace con alguien que se conoce y con el que se puede conversar, aunque él no esperaba que este hombre viniera decidido a quitarle la vida”.
La esposa
Estaba delgada en extremo, sus ojos hundidos lloraban todavía y su piel no recuperaba su color natural. Vestía completamente de negro y había en su aspecto algo tenebroso. Sin embargo, el deseo de que se le hiciera justicia a su marido alimentaba sus ganas de vivir.
“No pude venir ayer, como me dijo usted –le contestó al detective, que la había estado esperando–, pero aquí estoy”.
“Lamento mucho molestarla, señora –respondió el agente–, pero es que tenemos mucho interés en encontrar al asesino de su esposo, por eso necesitamos su ayuda”.
“¿Y yo en qué puedo servirles?”
“Creemos que en mucho… Para empezar, necesitamos que nos responda algunas preguntas”.
“Usted dirá”.
“usted nos dijo que no conocía nada del pasado de su esposo, ¿es así?”
“Sí”.
“Pero llegó a conocerlo bien los años que vivió con él, ¿verdad?”
“Creo que sí”.
“Dígame algo, en los últimos días de vida de su esposo, ¿lo vio usted preocupado? ¿Recuerda usted que alguien a quien no había visto usted nunca fue a visitarlo a su casa o a su negocio?”
“¿Por qué me pregunta eso?”
“Porque creemos que el asesino de su esposo es alguien que tuvo una relación estrecha con él en el pasado”.
La mujer se quedó pensando unos segundos.
“Mire, en el último mes vi que Roberto estaba preocupado, pero cuando le pregunté me dijo que es que el negocio no iba muy bien y que tenía deudas que pagar”.
“Y, ¿eso era cierto?”
“¿Qué cosa?”
“Lo de las deudas”.
“No lo creo porque él nunca compraba nada fiado y nunca les quedaba debiendo a los proveedores; siempre les pagaba en efectivo”.
“¿Tenía préstamo en algún banco?”
“No; nunca hizo un préstamo, y lo que ganaba lo ahorraba en su cuenta, que siempre crecía… Por eso me preocupó que me dijera que tenía deudas”.
La mujer abrió su cartera, sacó una libreta de banco y se la mostró al detective.
“Mire –le dijo–, en el banco tenía bastante dinero, pero fíjese bien que diez días antes de que lo mataran sacó doscientos cincuenta mil lempiras”.
El detective anotó en el expediente del caso aquel detalle.
“Y solo se quedó con cinco mil en la cuenta” –dijo, como si hablara consigo mismo.
“Así es” –musitó ella.
“¿Tenía otra cuenta bancaria?”
“No, pero hay algo que yo no le había dicho…”
“¿Qué es?”
“Roberto me dijo dos noches antes de su muerte que si algo le llegara a pasar, abriera el cajón de abajo del escritorio que tenía en el cuarto y que cuidara mucho lo que me dejaba allí”.
“¿Qué era?”
“Dinero, bastante dinero, metido en bolsas con naftalina”.
El detective se rascó una oreja.
“¿Cuánto?”
“No sé, pero es mucho… Creo que lo estuvo ahorrando por años, como si siempre tuvo miedo de que algo le pasara y yo y sus hijos nos quedáramos desamparados…”
La mujer se limpió una lágrima. El detective estaba confundido.
“Entonces, su esposo sabía que tarde o temprano alguien de su pasado vendría a buscarlo…, quizás para arreglar algunas cuentas”.
“No sé, señor”.
Periódico
La mujer suspiró dolorosamente, levantó la cabeza y trató de recobrar la calma; metió una mano a la cartera y sacó algo más. Era un viejo recorte de periódico.
“Mire esto –le dijo al detective, entregándole el pedazo de papel amarillento–; lo hallé entre sus papeles en una gaveta del escritorio. Pensé que tal vez le serviría de algo”.
El recorte tenía en la parte superior una fecha.
“¡Esto fue hace quince años! –exclamó el detective–. Este asalto fue hace quince años.
Se había puesto de pie, asombrado. En el recorte se leía la noticia de un asalto sangriento que había sucedido temprano, una mañana, en un banco cerca del mercado San Isidro, en Comayagüela.
Varios hombres, con los rostros descubiertos, sometieron a los guardias, entraron al banco disparando y se llevaron varias bolsas llenas de dinero, sin embargo, alguien le avisó a la Policía, llamada en aquel tiempo Fuerza de Seguridad Pública (Fusep) y los policías rodearon el banco. Aquí comenzó el caos.
Los asaltantes, todos con entrenamiento militar, salieron por la puerta principal disparando sus armas automáticas, pero varios murieron en el enfrentamiento con los policías, incluidos algunos civiles.
Una parte del grupo de criminales logró huir en un vehículo que los esperaba cerca de un hotel, con las bolsas llenas de dinero, pero la Policía los persiguió.
Cuando se enfrentaron de nuevo con ellos, dos más murieron, uno logró escapar y otros fueron capturados. Del dinero solo se recuperó una parte.
“¡Aquí está la solución del caso de su marido! –gritó el detective, después de leer y releer la noticia–. Ya sabía yo que su esposo se escondía de algo o de alguien, y no era precisamente de la Policía.
Creo que su marido fue parte del grupo de asaltantes del banco y que fue el único que logró escapar, con una gran parte del dinero… Con ese dinero llegó a Guaimaca, compró la finca y puso el negocio, pero creo que se olvidó de los compañeros que fueron capturados…”.
Recuerdos
Muchos de los viejos expedientes del DIN se habían perdido o estaban deteriorados, tanto, que solo servían para la basura, pero aun así, los detectives encontraron información que les sirvió para seguir el caso del asalto al banco. Cuando volvieron a ver a la viuda de Roberto, llevaban consigo varias fotografías.
“¿Recuerda haber visto a este hombre alguna vez?” –le preguntó el detective, poniendo ante sus ojos una fotografía a color en la que aparecía un hombre joven.
La mujer dudó.
“Fue compañero de sus esposo en el Recablin–añadió el detective–, y pagó una condena de quince años de cárcel por el asalto y homicidio… Está con libertad condicional…”
“No recuerdo haberlo visto” –dijo la mujer.
“Creemos que puede venir a buscarla…” –le dijo el detective.
Ella se asustó y soltó un grito.
“Creemos que su esposo le entregó los doscientos cincuenta mil lempiras que sacó del banco poco antes de su muerte, y creemos que este dinero era el pago que le hizo al hombre que esperaba que, de una u otra forma, su esposo le entregara la parte del dinero que le robaron al banco…”.
La mujer no supo que decir.
“Señora, su marido fue uno de los asaltantes del banco, y fue el único que escapó de la Policía… Y vino aquí con mucho dinero, un dinero ilícito pero del que debía dar cuenta algún día, cuando sus compañeros salieran de la cárcel… Por desgracia para él, por alguna razón se negó a entregar la parte justa que le correspondía a sus cómplices, tal vez para no dejarla a usted desamparada si algo le pasaba, y creo que quiso negociar con su ex compañero… Pero este no podía esperar y, creyendo tal vez que su esposo lo engañaba y que no quería entregarle lo que por derecho le correspondía, decidió matarlo…”
La mujer seguía en silencio.
“¿Y usted cree que ese hombre va a venir a mi casa a buscar la otra parte del dinero?”
“Es posible que quiera hablar con usted, por si puede sacarle algo cuando se le termine el dinero que le dio su esposo”.
La mujer estaba asustada.
“Pero no hay de que preocuparse –le dijo el detective–, vamos a dejar a dos agentes con usted, haciéndose pasar como empleados, por si viene pronto, mientras nosotros tratamos de localizarlo. Sabemos que salió de la cárcel hace dos meses…”.
Nota final
Un mes después de la muerte de Roberto, los detectives rodearon una casita de bajareque y teja en una aldea de Pespire, Choluteca.
Descansando en una hamaca después de haber desayunado, encontraron a un hombre de facciones duras que tenía una pistola del calibre 32 sobre el pecho desnudo. No tuvo tiempo de usarla.
Los agentes “Cobras” lo inmovilizaron en pocos segundos. La anciana que estaba en la cocina se desmayó y un señor que estaba en una silla de ruedas atacó a un agente con el palo de una escoba. Eran los padres del asesino de Roberto, un hombre de cuarenta años que gozaba de libertad condicional.
Los detectives encontraron en la casa varios fajos de billetes de cien lempiras. Cuando lo esposaron, el hombre bajó la cabeza.
“¿Por qué mataste a tu cómplice?” –le preguntó el detective.
“Si estás aquí ya debés saber por qué” –fue la respuesta.
“Vas de nuevo para la penitenciaría” –agregó el detective.
El hombre no contestó, miró a sus padres por un momento y dos lágrimas rodaron por sus mejillas tostadas por el sol… Atrás de ellos, dos mujeres, rodeadas de niños, lo veían con lágrimas en los ojos. Eran sus hermanas. Dice que pronto saldrá en libertad, pero ya nadie lo espera en la casita de bajareque que se cayó de vieja…
Lea aquí: El hombre que vino del pasado (Parte I)