Crímenes

Grandes Crímenes: La justicia siempre espera

01.04.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

SERIE 2/2

+Lea aquí: La justicia siempre espera (I parte)

Resumen

Encuentran a una mujer muerta en la orilla de la carretera al sur. Su cuerpo está desnudo, tiene su propio blúmer en la boca y en este hay señales de sangre, también tiene sangre en los dientes centrales superiores y un golpe severo en un pómulo. En opinión de Gonzalo, la mujer era casada.

Una señal profunda en su dedo anular izquierdo le hace suponer que nunca se quitaba su anillo de matrimonio, pero este ha desaparecido. El forense dice que fue estrangulada.

Un equipo de investigadores de la recién creada Dirección de Investigación Criminal (DIC) se estrena en el caso, bajo la dirección de Gonzalo Sánchez Picado, a quien le molesta que uno de los agentes haga bromas respecto al caso solo porque uno de sus compañeros tiene una lesión en una mano.

Desde ese momento comienza un misterio que los detectives están obligados a resolver.

Morgue

“La mujer fue estrangulada –dijo el forense, mientras cortaba las costillas con el alicate, luego de levantar la piel hasta la base de la cara–, le rompieron la tráquea con fuerza. Creo que trató de defenderse de su agresor y que este evitó que gritara introduciendo el blúmer en su boca…”

“Fue allí cuando ella lo mordió” –interrumpió Gonzalo Sánchez que, impávido, seguía paso a paso la disección del cuerpo de aquella mujer que, aun muerta, conservaba algo de su antigua belleza.

“Eso, eso, eso –respondió el forense, subiendo y bajando varias veces su índice derecho–. Y la mordida debió ser muy fuerte porque la sangre en los dientes y en el blúmer es considerable. El asesino tendrá esas cicatrices por siempre”.

“Esa es una buena señal” –agregó Gonzalo.

Ella

Se llamaba Martha, tenía veintinueve años, era estudiante universitaria y tenía siete años de casada y dos hijos. Su esposo, con lágrimas en los ojos, les dijo a los investigadores que desconocía la doble vida que llevaba su esposa.

Dijo que él trabajaba con el gobierno y que salía mucho de gira y que la última vez que la vio con vida fue tres días antes de su muerte. Él estaba en Danlí cuando le avisaron.

“Comprobamos lo que el hombre nos dijo –dice Gonzalo Sánchez– y lo descartamos como sospechoso.

Además, no tenía cicatrices en los dedos o en las manos y no lo molestamos, pero teníamos un compromiso y queríamos encontrar al asesino, era una especie de reto que iba a demostrar que la DIC sí era capaz de resolver crímenes de forma científica, de la misma forma que lo hacían las más destacadas policías del mundo, y por eso nos entregamos al caso”.

Obstáculos

Pero una cosa es decir y otra muy diferente hacer. Aunque en la escena del crimen se encontraron muchos elementos que explicaban la muerte de Martha, llegó el momento en que parecía que todo se quedaría en simple teoría criminalística que en nada los acercaba al asesino.

Se suponía que este no era ni muy alto ni muy fuerte, aunque saltó el muro de piedra sin aparente dificultad y pasó el cadáver al otro lado sin gran esfuerzo, sin embargo, al tener que arrastrarlo demostraba que se había cansado.

“El esposo dice que su mujer salía muy poco de la casa –les dijo Gonzalo Sánchez a los detectives–; dice que se dedicaba a cuidar el hogar y los hijos y las personas que entrevistamos no saben nada acerca del supuesto amante que tenía. Los niños no dicen nada, pero la verdad es que la mujer era infiel, que llegó por su propia voluntad esa noche al lugar donde fue asesinada...”

“¿Qué otros datos tenemos?” –preguntó uno de los agentes, mientras escribía en una libreta de notas.

“El forense dice que encontró abundante semen en su vagina –respondió Gonzalo–, lo que significa que fue asesinada casi inmediatamente después de que tuvo sexo…” “Habíamos dicho antes que quizás discutieron”.

“Ahora me parece que esa posibilidad queda lejos. Si había mucho semen en la vagina, puede que ella se haya quedado acostada y, como acababan de tener sexo, no creo que ella provocó la ira de su compañero, lo que nos pone en dificultades para deducir los motivos que tuvo el asesino para quitarle la vida…”

“Quizás estamos ante un depredador”.

“Es posible que estemos ante una relación enfermiza, problemática. Tal vez una relación que debía terminar, por alguna razón poderosa. Quizás se peleaban y se reconciliaban, porque supongo que tenían algún tiempo de verse…”

“¿Cree usted, abogado, que él ya no quería esa relación y que ella lo buscaba?”

“Es posible”.

“Tal vez ella lo amenazaba, lo chantajeaba y él se hastió de aquello, por eso, después de tener relaciones, la atacó, decidido a poner fin a todo eso…”

“Es posible” –repitió Gonzalo, pensativo.

“Pero cometió muchos errores”.

“Creo que sí –dijo el abogado, pensativo–, pero esos errores son un rompecabezas que vamos a poder armar solo si aparece el anillo de matrimonio”.

“Lo había olvidado”.

“¿Por qué se llevó el anillo?”

“Para venderlo. Se supone que es valioso”.

“No para venderlo. Para tener un recuerdo de ella, un trofeo de su crimen… Aunque tal vez él ya no quería aquella relación, algún sentimiento tenía por ella”.

“La quiere, pero la mata”.

“Muchos de estos crímenes pasionales son así… Recordemos que ella estaba desnuda, lo que nos dice que no tuvo tiempo para vestirla, lo que nos dice que tuvo miedo de ser descubierto… Pero le quitó el anillo, la dejó botada y se fue con una herida profunda en una mano…”

“En los moteles de la zona no encontramos nada que nos dé una pista. Muchos carros no llevaban placa y otros no fueron registrados por negligencia de los empleados… Además, no sabemos con exactitud la hora del crimen como para relacionar un carro determinado…”

“Estamos en un callejón sin salida –dijo Gonzalo–. Sugiero que esperemos unos días para visitar casas de empeño o joyerías… Tal vez encontremos el anillo”.

El caso se estancó. La idea de visitar casas de empeño o joyerías era buena, pero era casi como buscar una aguja en un pajar y, en opinión de Gonzalo, no iba a prosperar.

Siete

El tiempo pasó y el caso de la mujer estrangulada se archivó… y se olvidó, hasta que un día, un hombre algo avejentado, alto y delgado, se presentó a las oficinas de la DIC y preguntó por el abogado Gonzalo Sánchez. Cuando este lo recibió, le dijo:

“¿Me recuerda, abogado?”

“En realidad no, señor –le respondió Gonzalo–, pero si me ayuda a hacer memoria…”

“¿Se acuerda de la muchacha que encontraron muerta en la carretera al sur, la que hallaron desnuda, estrangulada y con el calzón en la boca?”

“Sí, la recuerdo”.

“Era mi esposa”.

“Perdone que no lo reconocí… Dígame, ¿en qué puedo servirle?”

“Encontré el anillo de matrimonio de mi esposa”.

Algo se activó de pronto en la cabeza de Gonzalo Sánchez.

“¿Dónde?”

“En una casa de empeños, cerca del mercado… Está a la venta…”

Gonzalo se puso de pie. Habían pasado siete años desde el crimen y muchos casos habían pasado por sus manos, entre ellos el de los asesinatos de la bruja Cleo y el crimen de Vicenzzina Trimarchi, pero el hecho de que aquel caso imposible volviera a sus manos era como empezar de nuevo en aquella profesión que lo apasionaba. Ahora tenían mucha experiencia y estaba seguro de que el caso sería resuelto.

“En todos estos años anduve de joyería en joyería –dijo el viudo–, visité casas de empeño con el cuento de que quería comprar alhajas, siempre tratando de encontrar el anillo de mi esposa… hasta que lo hallé”.

“¿Está seguro que es el anillo de su mujer?”

“Cien por ciento seguro”.

Anillo

Tenía cien días de haber sido empeñado. En la boleta estaba el nombre de una mujer y una cantidad en lempiras. No pagó ni una sola vez los intereses y el anillo estaba a la venta.

“Lléveselo, abogado –dijo el dueño, algo nervioso–, no quiero problemas con la Policía…” “Ese no es el procedimiento legal –respondió Gonzalo–, pero no lo venda… El fiscal del Ministerio Público lo visitará esta misma tarde”.

Así fue.

“Ahora vamos a visitar a la mujer que lo empeñó –dijo Gonzalo, dirigiéndose a dos agentes de homicidios–. Será interesante saber cómo llegó ese anillo a sus manos después de siete años”.

Hubo un momento de silencio. Uno de los agentes veía con interés la boleta de empeño.

“Abogado –dijo, poco después, hablando despacio y con intención de llamar la atención–, ¿ya leyó bien el nombre de esta mujer?”

“Sí –dijo Gonzalo–, creo que sí”.

El agente le entregó la boleta.

“Léalo de nuevo –le dijo–, tal vez lo reconoce”.

Tres segundos después Gonzalo dio un grito, se golpeó la frente con la palma de una mano y sonrió… La sonrisa se convirtió en carcajada…

“¿Cómo pudimos ser tan ciegos?” dijo, poco después.

Final

La mujer vestía de negro. A pesar de su dolor, lucía atractiva.

“Lo encontré entre las cosas de Alex –le dijo a Gonzalo, después de que este le mostró el anillo–, estaba buscando algunas cosas para guardarlas como recuerdo y estaba en una cajita de madera, de esas en las que vienen los puros… Allí guardaba cosas que eran valiosas para él… Había tres monedas de plata, de un lempira cada una, un rosario de madera, una pluma fuente con la punta de oro, pero quebrada, algunas tarjetas y el anillo… ¡Ah! Y una foto… Una foto de una zorra que se revolcó con él…”

“¿Podría enseñarme la foto?”

“Sí, la iba a botar en la tarde. No quiero guardar cosas desagradables. Voy a recordarlo a él como el buen hombre que fue conmigo, a pesar de que me fue infiel varias veces”.

La mujer se puso de pie. No tardó en regresar. Traía en una mano una fotografía a colores, vieja. Se la entregó a Gonzalo. Este sacó de su maletín un legajo de papeles. Era el expediente de la mujer asesinada… Las fotografías eran idénticas.

“Perdone –dijo Gonzalo, blanco como el papel y con el corazón dando tumbos en su pecho–, ¿recuerda usted que una vez Cardona llegó a su casa con una herida en los dedos? Dijo que se había herido con la cadena de la motocicleta”.

“Sí –respondió la mujer–, recuerdo bien esas heridas porque tardaron en sanarle. Recuerde que era diabético desde muy joven. A mí me dijo que se hirió con un alambre de púas, en una misión… Alex no tenía moto, abogado; solo carro, y lo vendió hace años…”

“Sí –reflexionó Gonzalo–; era un Toyota Corolla del 85”. “Siempre tuvo problemas con ese carro porque no pagó los impuestos y nunca le dieron placas”.

Gonzalo sonrió.

En la lista de carros que entraron a un motel en la salida al sur, hacía siete años, estaba un Toyota Corolla gris, sin placas.

“¿Por qué están investigando a mi marido, abogado?” –preguntó, de repente, la mujer.

“Rutina, nada más”.

“¿Qué tiene que ver ese anillo? Yo lo encontré y lo llevé al empeño… No me interesaba recuperarlo…”

“¿Conoció usted a esta mujer? –preguntó Gonzalo, mostrándole la fotografía que ella misma le había dado.

“No la conocí, pero atrás dice que se llamaba Martha… Le escribió una dedicatoria…”

Eran palabras bonitas, de una mujer enamorada a su amante.

“Así era Alex… ¡Qué Dios lo perdone!”

La mujer se limpió una lágrima, suspiró y luego dijo, levantando la frente:

“A propósito, abogado, ¿qué saben de los delincuentes que lo mataron?”

“Seguimos investigando… –murmuró Gonzalo–. Sabemos que es una banda de la colonia Suyapa… Van a caer…”

“Han pasado cuatro meses, abogado –dijo la mujer–, y ustedes eran sus compañeros… Por eso están obligados a encontrar a los asesinos…” “Y los vamos a encontrar, señora; se lo aseguro”.

Gonzalo sonrió de nuevo, con cierta tristeza. La mujer no había entendido nada. Quería que encontraran a los asesinos de su marido… y Gonzalo, en su mente, estaba satisfecho de haber encontrado al asesino de la mujer de la carretera al sur… siete años después, aunque siempre lo tuvo a su lado…