Este relato narra casos reales. Se han cambiado los nombres
Pregunta
“¿Dónde estaba Dios cuando esa rastra aplastaba a tantos seres queridos?”
El hombre se limpia una lágrima, mira hacia la nada con sus ojos vacíos y suspira, es un suspiro que sale de su corazón desgarrado. A su alrededor hay gente triste, gente que llora y se lamenta. Más allá están los ataúdes, fríos, mudos como los muertos que encierran sus cuatro tablas, y a los lejos, sobre el cielo azul, un silencio siniestro…
“Perdí lo que más amaba –dice el hombre, quitándose el sombrero de alas viejas y raídas–, y ya ni Dios puede devolvérmelo”.
A pocos pasos de él una mujer joven, vestida de negro, mira el rostro pálido de su marido a través del vidrio del ataúd. Un lamento le sale del alma.
“Mi amor –dice, a media voz–, mi amor. ¿Por qué me dejaste sola?”
Frente a ella está el rostro impasible del muchacho, con sus ojos cerrados para siempre, las manos blancas cruzadas sobre el pecho y los labios ya sin color.
“¡Dios! –grita el hombre, arrugando el sombrero con fuerza–. ¿Por qué castigas así a los pobres? ¿Por qué, Señor mío?”
Sus palabras se pierden en el rumor de un canto que quizás llegue al cielo. Y a muchos kilómetros de allí, el enorme furgón sigue aprisionando los restos del bus como símbolo de una tragedia que ha llenado de dolor a todo un país.
Pastor
“Fue algo verdaderamente horrible –dice un pastor poniendo una mano en la espalda del hombre–, pero es la voluntad de Dios, hermano, y tenemos que aceptarla”.
“No sabía que Dios fuera tan cruel” –responde él, limpiándose los ojos con un pañuelo húmedo–. Tengo años de servirle y así paga mi devoción”.
“No diga eso, hermano…”
El hombre miró al pastor con ojos de fuego, rechinó los dientes y se retiró unos pasos. Había demasiado dolor en su corazón como para razonar… Lejos de él, otro hombre, con el corazón deshecho, le daba un beso a una rosa y la depositaba sobre el ataúd de su esposa. No volvería a verla jamás.
Honduras
¿Qué es lo que está pasando en el país? ¿Por qué esta tierra maravillosa se está tiñendo de sangre? ¿Es que Dios se olvidó de nuestra Honduras?
“Estamos viviendo los últimos tiempos –dice un sacerdote–; la profecía del Señor Jesús se está cumpliendo… Los hombres son avariciosos, sin amor natural, violentos y crueles…”
Tal vez sea así, sin embargo, para la madre que se quedó sola velando el cuerpo de su hijo, estas palabras no sirven de consuelo.
“Eran como quince hombres –dice, acongojada–, y llegaron de madrugada, como a la una de la mañana; yo estaba en el cuarto, descansando y salí corriendo por una ventana cuando escuché los primeros tiros. Mataron a cinco muchachos, les dispararon sin piedad y uno de los asesinos se acercó al ataúd y sin decir nada le disparó tres veces al cadáver de mi hijo”.
Aunque no hay lágrimas en sus ojos, hay mucho dolor en su alma. Con una escoba vieja en las manos barre con cuidado las agujas de pino que pusieron como alfombra en el piso, cerca del ataúd, tratando de no tocar los charcos de sangre fresca que están por toda la sala. Detrás de ella está su hijo muerto. Lo asesinaron un día antes.
“¿Por qué hicieron esto? –se pregunta–. Ya me lo mataron, pues, que respeten su cuerpo muerto… Pero no… Lo odiaban y no sé por qué…”
En un carro de HCH llevaron el ataúd hasta el cementerio El Durazno. El miedo ahuyentó a los vecinos y a los amigos y nadie quiso acercarse a la casa, entonces, Eduardo Maldonado dio orden de que pusieran un carro a disposición de la señora. Los escasos familiares que la acompañaron iban resguardados por varios policías que, pala en mano, le ayudaron a cerrar la tumba.
“Esto no se va a acabar nunca –dice uno de ellos–. Por desgracia, los muchachos están muriendo o están llenando las cárceles… A este paso, toda Honduras va a ser un cementerio lleno de cruces”.
Llanto
En San Marcos de Colón, Choluteca, una mujer madura llora mientras los amigos lanzan puños de tierra sobre el ataúd de su marido. Ella ve cómo la tierra húmeda va cubriendo la tapa del féretro en el que descansa para siempre el hombre con el que vivió casi toda su vida.
Lo secuestraron cerca de su casa, en Tegucigalpa, y al día siguiente lo hallaron muerto, cerca de la represa Los Laureles. Tenía las manos amarradas hacia atrás y la cara deshecha e irreconocible. Le dispararon varias veces al rostro con armas de grueso calibre.
“Yo no sé quién lo mató –dice una pariente cercana–, y tal vez no nos interese saberlo… Que Dios haga justicia”.
Un día antes habían enterrado a uno de sus compañeros policías. Lo mataron en el barrio La Granja de Comayagüela, en las puertas de su casa y frente a su esposa y a su hija pequeña. Dicen que fue a causa de su trabajo. La verdad tal vez no se sepa nunca.
Odio
“Hay una epidemia de odio en Honduras que está destruyéndolo todo –dice un analista–; destruye familias, daña a la sociedad, viola las leyes y tira a la basura los buenos deseos de Dios. Es una época mala para tener hijos, una época difícil para vivir en este hermoso país.
La violencia se multiplica exponencialmente y nadie hace nada efectivo para detener sus efectos desastrosos.
En San Pedro Sula matan a un periodista, asesinan a cuatro jóvenes que se llevan a la fuerza de un campo de fútbol, matan mujeres, le quitan la vida a trabajadores del transporte, ametrallan familias enteras y derraman sangre humana sin piedad… Es como si Satanás hubiera soltado a legiones de demonios para que destruyan vidas, aterroricen al país e impongan sus leyes a sangre y fuego”.
Comisario
“¿Qué puede hacer la Policía para detener esta matanza?”
El Comisario de Policía se hace esta pregunta mientras mira impotente cómo crecen las estadísticas sangrientas en los noticieros.
“Diez masacres en menos de cuarenta días –agrega–. Es algo nunca antes visto. Lo peor es que los policías tenemos las manos amarradas y no podemos actuar frontalmente contra la delincuencia porque nuestros mismos jefes nos advierten que los Derechos Humanos están sobre nosotros como si tuviéramos un cuchillo en el cuello.
Yo creo que si nos dejaran un poco de libertad podríamos enfrentar a los delincuentes y reducir sus acciones violentas… Nosotros somos el Estado y el Estado tiene los recursos: leyes, armas, Fiscalía, jueces, fuerza… Pero, a veces, creo que a alguien le conviene que la delincuencia mantenga aterrorizada a la gente… simplemente porque la delincuencia es un buen negocio para muchos”.
Más
Mientras hablamos con el comisario de Policía, dos muchachos son asesinados en una glorieta donde compraban pollo con tajaditas para comer.
Lejos de ahí, varios hombres encapuchados ametrallan a una pareja y otros, en una calle de tierra en uno de esos barrios olvidados por Tito Asfura, bajan a un muchacho de un carro, lo ponen boca abajo en el suelo y le disparan varias veces en la cabeza.
Pero falta más. En esa hora en que conversamos con el oficial, los ladrones asaltan a los pasajeros de varios “rapiditos”, los extorsionadores cobran millones de lempiras a sus aterradas víctimas, varias mujeres son violadas por el chofer y un pasajero del taxi en que se subieron y solo Dios sabe cuántas mujeres más quedan viudas y cuántos niños y niñas quedan en la terrible orfandad.
Esperanza
“Volvámonos a Dios –dice un pastor–; el Señor nos dice en su palabra que si se humillare este pueblo él perdonará desde los cielos y saneará esta tierra…”
El problema es que cada cabeza es un mundo y la pobreza en Honduras lanza al abismo a miles de seres humanos.
No es que la pobreza sea la madre del delito, pero es una causa poderosa. Y si a esto se suma la falta de oportunidades de desarrollo para la juventud, la falta de trabajo, la emigración que separa a las familias, la droga que corre como ríos por nuestras calles, la ambición desmedida y la avaricia sin control, entonces tenemos un coctel destructivo que quizás nadie pueda contener.
“En tiempos de óscar Álvarez las pandillas estaban contenidas –añade el comisario–, pero eran otros tiempos… Hoy, las pandillas cambiaron las chimbas por R-15 y AK-47, y están envalentonadas porque la Policía está castrada, con miedo, desmotivada y muy mal dirigida… Lo más grave de esto es que la gente honrada está poniendo los muertos”.
¿Cuántos?
Tal vez algún día se sequen las lágrimas de los que lloran a los pasajeros del bus aplastado en la carretera del sur; tal vez algún día encuentre consuelo el corazón de la madre que enterró sola a su hijo asesinado; tal vez las viudas de los policías muertos se resignen algún día y retomen su vida con los buenos recuerdos del pasado.
Tal vez los hogares que cada día se visten de luto en nuestra Honduras cambien el color de la muerte algún día, pero hay algo que tal vez no se deba decir: la sangre seguirá derramándose a raudales, más y más ataúdes seguirán camino de los cementerios, muchas más viudas se enfrentarán solas a la vida mientras los huérfanos crecen en medio de lágrimas y desconsuelos.
Pero hay que hacer algo para detener esta guerra fratricida en la que la delincuencia cruel y despiadada ha sumido a Honduras. Ya que está claro que las autoridades no pueden hacerlo, entonces hagamos lo que recomienda el pastor: “Volvámonos a Dios para que sane esta tierra”.
Tal vez esta sea una buena solución, aunque haya hombres como aquel que se preguntaba ¿dónde estaba Dios cuando la rastra mataba a mis seres queridos?