Este relato narra casos reales.
Se han cambiado u omitido los nombres.
Nota inicial
El relato de hoy es una relación de casos recientes y que han sucedido ante los ojos de todos.
Deseo que, más que una crónica de hechos dolorosos, sirva de reflexión para los padres, quienes tenemos en nuestras manos la enorme responsabilidad de formar ciudadanos de bien, y que sirva, además, como un recordatorio a las autoridades para que se esfuercen más en la lucha contra la criminalidad, que tiene aterrorizado a todo un pueblo.
El Estado debe ganar ya esta guerra civil no declarada en que la delincuencia despiadada ha sumido a Honduras.
No bastan reformas a las leyes, hay que cumplir las leyes. No basta cambiar de uniforme a los policías, hay que mejorar sus condiciones de trabajo y darles más poder; no basta con enviar carretadas de detenidos a los juzgados, hay que darles a los jueces pruebas científicas para que juzguen efectivamente.
No basta con hacer campaña política en nombre de la inseguridad, hay que cumplir promesas.
Ya es mucha la sangre derramada, ya son muchas las lágrimas que bañan los ataúdes de los inocentes; ya es mucho el dolor que provocan los criminales con la complicidad de las autoridades incapaces.
Súplica
Los hombres, dos muchachos realmente, se subieron al bus de un salto, uno detrás del otro, y sacaron las armas que llevaban escondidas debajo de la camisa. El primero, con acento grave, se dirigió al conductor.
“¡Pará el bus!” –le gritó.
El chofer obedeció en el acto mientras varias mujeres gritaban de miedo.
“Mirá –agregó el muchacho, apuntando su pistola a la cabeza del conductor–, yo no tengo nada contra vos, pero tengo que matarte…”
“Pero, ¿por qué, hermano, si yo no les he hecho nada?”
La voz del chofer era temblorosa, el terror se había pintado en su rostro y miraba con ojos húmedos a los asesinos.
“Eso lo sé, pero es que los patrones de ustedes no se ponen claros con el pago de la renta…”
“Mirá, hermano, yo voy a hablar con el dueño del bus”.
“Ya no se puede”.
El asesino levantó el arma.
“¡No me matés, papito, por favor; mirá que tengo hijos y se van a quedar solitos”.
“No puedo –respondió el muchacho–. Ni modo”.
“Papito –suplicó el chofer, una vez más–, no me matés, papito… Hacelo por mis hijos…”
Su voz se apagó de pronto. El estallido de las balas llenó el interior del bus. La sangre brotó de la frente del chofer y este perdió el sentido. Luego, el segundo asesino le disparó una ráfaga, pero ya no era necesaria, el chofer estaba muerto, la sangre bañaba su pecho mientras los pasajeros gritaban y los asesinos bajaban del bus tranquilamente.
“Yo los vi –dijo un testigo–; eran dos chavalos… Se metieron las pistolas en la cintura y caminaron hasta un carro que los esperaba adelante del bus… Iban tranquilos, como si vinieran saliendo de la iglesia…”
“Lo peor es que no los van a agarrar nunca –dice una señora, mientras chupa nerviosamente una naranja sobreescurrida–; a mí me mataron a mi compañero de vida porque ese día no andaba suficiente pisto para pagarles el impuesto… Yo enterré a mi esposo y los delincuentes siguen libres, haciendo más daño”.
El compañero
Era un hombre de unos sesenta y cinco años, no muy alto, de piel trigueña, pelo entrecano y de apariencia sencilla. Se dedicaba a comprar chatarra para reciclar y manejaba un viejo Toyota Hilux. Un día le salieron al paso varios adolescentes que compartían un largo puro de marihuana.
“Ajá, ruco –le dijo uno de ellos–, ¿nos trajiste el billete?”
“Estos días no he vendido nada –respondió el señor–, pero apenas me paguen en la chatarrera les traigo su dinero”.
De nada sirvieron sus palabras. Uno de ellos abrió la puerta y lo sacó de la cabina agarrándolo del pelo. Ya en el suelo, empezaron a golpearlo, luego, lo arrastraron fuera de la calle y lo llevaron a un solar baldío.
“Hijito, no me matés –suplicó el señor, desde la grama–, ya te voy a dar el dinero pero no me matés, por favor, por Diosito lindo…”
“Esto les pasa a los que creen que pueden pajearnos –respondió el muchacho mientras cargaba una pistola de nueve milímetros”.
“Yo tengo aquí unos centavos, hijo, pero no me matés”.
Sus palabras callaron para siempre. Tres balazos en la cabeza acabaron con su vida al instante. Allí lo reconoció su esposa, la señora que chupaba con labios temblorosos una naranja sobreescurrida…
“El señor no se metía con nadie –dijo una vecina que vio desde su casa toda la escena–; siempre que pasaba les regalaba para sus frescos, pero llegó un día en que le pidieron más y él no pudo pagarles; por eso lo mataron”.
“¿Usted conoce a los asesinos?”
La pregunta del policía fue directa.
“Aquí uno no ve nada, no oye nada ni sabe nada”.
Dijo esto la señora y se encerró en su casa. De nada sirvió que la llamaran mil veces.
“Vamos a citarla a la Fiscalía –dijo la “sabia” representante del Ministerio Público–; allá va a tener que identificar a los criminales o la acusamos de encubrimiento y hasta de complicidad con los asesinos”.
“Abogada –replicó un agente de homicidios de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI)–, si usted hace eso está condenando a muerte a esta señora y a toda su familia…”
“¡Tiene que colaborar con la justicia!”
El detective dio media vuelta, torció la boca y apretó los puños para reprimir su ira. ¿Qué más podía hacer si aquella salomónica discípula de Óscar Chinchilla dirigía la investigación del caso?
Dolor
“Honduras está sumida en el luto –me dice un sacerdote, luego de persignarse– y yo no quisiera creer que estamos a las puertas de los últimos tiempos que profetizó Nuestro Señor Jesucristo. A mucha gente le falta el pan de cada día y, en cambio, vemos asesinatos crueles cada día, sin que nadie haga nada para detener esta vorágine de maldad y de sangre”.
“El Señor dijo que en los últimos tiempos los hombres se volverían crueles y despiadados, sin amor natural, avariciosos y violentos…”
Más que una afirmación, estas palabras son el lamento del pastor que nos acompaña.
“Honduras está sumida en el dolor” –agrega, con sentimiento.
“Y los delincuentes ya ni entre ellos se respetan –añade el sacerdote–. ¿Vio lo que le hizo uno de sus propios compañeros a la muchacha aquella…?
Cobros
Cuando entregó el dinero de las extorsiones, ella se quedó con una parte porque tenía algunas necesidades que suplir.
“¡Aquí falta dinero!” –le gritó su jefe.
“Es lo que me entregaron” –respondió ella.
“Vos bien sabés cuánto es lo que paga esa gente… ¿Dónde está la otra parte?”
“Yo no sé… Eso es lo que me pagaron. Si querés voy a cobrarles lo que falta”.
El jefe no dijo nada. Cuando la muchacha se fue, hizo una llamada. Una hora después, tres muchachos hablaban con el dueño del mercadito que pagaba dos mil lempiras semanales.
“¿Qué pasó que hoy se nos atrasó con la renta?” –le preguntó uno de los muchachos.
“¡Claro que no! –respondió él, nervioso–. Pagué los dos mil cabalitos.
“¿Está seguro?”
“Claro. Se los entregué a la chavala en un sobre sellado…”
Los muchachos dieron la vuelta y se retiraron.
“¿Qué pasó con el pago de esta semana? –le preguntaron al barbero–. Solo nos mandaste trescientos…”
“No, man –replicó el barbero–, yo le di el quinientón a la chava…”
La misma historia sucedió en cinco negocios más. Cuando el jefe supo que la muchacha estaba entregando malas cuentas, dio una orden.
“Mátenla” –dijo.
“¿A quién le encargo la misión?”
“Eso es cosa tuya”.
Final
A la muchacha la encontraron en la calle. Llevaban varias horas esperándola. Cuando se le acercaron, ella palideció. La rodearon y uno de sus compañeros le amarró las manos hacia atrás.
“¿Para dónde me llevan?” –preguntó.
“Ya sabés” –fue la respuesta.
Ella estaba desesperada.
“¿Qué me van a hacer?”
“Ya sabés –repitió el jefe.
Hacía calor esa tarde, aunque del Merendón bajaba una brisa fresca. La muchacha supo que estaban saliendo de la ciudad y empezó a llorar. Nadie le dirigía la palabra. De vez en cuando escuchaba la comunicación que tenían sus captores con el jefe mayor.
Cuando la bajaron del carro y la obligaron a caminar empezó a suplicar y cuando la tendieron sobre la hierba, rogó una última vez, mientras una pistola fría se acercaba a su cabeza.
“Esperate, Julio; por favor”.
De nada valieron sus súplicas. Los disparos salieron con exagerada rapidez, callándola para siempre.
Nota final
¿De quién es la culpa de que la delincuencia se haya disparado exponencialmente en Honduras? ¿Del gobierno? ¿Del Estado? ¿De los padres de familia? ¿O es que es verdad que, como le dijo San Francisco de Asís al lobo de Gubbio, “en el hombre existe mala levadura”?
Sea como sea, hay que hacer mucho más de lo que ya se está haciendo y los padres de familia deben asumir una mayor responsabilidad en la formación de sus hijos. No es posible que el mal venza al bien. No es justo que los inocentes sigan regando con su sangre esta tierra digna de mejor suerte.
“Honduras entera debe volverse a Dios –dice el pastor–; solo así, él perdonará nuestros pecados y saneará nuestra tierra”.
“Estoy de acuerdo” –murmura el sacerdote.
Pero, mientras esto pasa, ¿qué hace usted para alejar a sus hijos de las malas influencias?
“La seguridad es responsabilidad de todos –concluye el sacerdote–, no solo de Juan Orlando, y ya es hora de que nos preguntemos qué es lo que estamos haciendo mal en nuestra familia…”
Por desgracia, los corazones de piedra seguirán haciendo daño, como ayer, que asesinaron a dos hermanos y a un primo en un taller de la sexta avenida de Comayagüela…