Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Marcos
El Jeep Toyota color gris se detuvo al frente de la casa, en la colonia San Miguel de Tegucigalpa, levantando una columna de polvo. De él bajaron tres hombres que pudieron pasar por hermanos: no muy altos, delgados, de piel trigueña, rostro indígena y mirada seria e inquisidora. Vestían de civil pero sus ademanes eran marcadamente militares y llevaban enormes pistolas en la cintura.
“Aquí es, mi teniente –¬dijo uno de ellos, dirigiéndose al que iba adelante–, esta es la dirección que me dieron”.
“Aquí es una chanchera –respondió el teniente–. ¿Estás seguro?”
“La mujer me dio esta dirección, señor”.
El teniente no dijo nada más, se acercó a la puerta y dio tres golpes fuertes en la madera.
“¡Abranle al DIN!” –gritó, y su voz resonó en toda la casa.
Era una mañana cálida de marzo de mil novecientos ochenta y uno y el teniente y sus hombres estaban investigando la desaparición de Marcos Ruiz, de cuarenta y cinco años, un comerciante del mercado San Isidro que había desaparecido desde hacía dos días.
“Yo ya lo fui a buscar donde esa mujerzuela –les dijo la esposa a los agentes– pero ella lo que dice es que Marcos se fue de donde ella a las siete de la noche del miércoles; hoy ya es viernes y mi marido no aparece”.
“¿Qué hacía su marido en esa casa, señora?”
La mujer esperó unos segundos antes de responder.
“Pues, es que mi esposo vive con esa mujer… usted me entiende…”
“Ya”.
“Y desde el miércoles en la mañana no lo veo”.
“Pero él estuvo en la casa de esa… señora ese día…”
“Sí, si solo para allí agarra cuando cierra el puesto. Vive con esa perra desde hace cinco años”.
“Y, ¿su esposo no tenía algún viaje pendiente?”
“No, señor, él nunca viaja…”
“¿Lo buscó en otras partes?”
“En el hospital, en la morgue, en las postas de la Policía… Y nada”.
El agente no dijo nada, terminó de redactar la denuncia y despidió a la mujer. La angustia que había en su rostro lo conmovió.
“Vamos a investigar” –le dijo el teniente, aquel hombre de cara de piedra.
Visita
La mujer que les abrió la puerta era joven aún, no muy alta, delgada, atractiva pero de maneras bruscas, tenía treinta y cinco años y desde niña se dedicaba a destazar cerdos, el oficio de su abuela y de su madre.
“Marcos se fue de aquí como a las siete de la noche” –le dijo al teniente, con voz áspera.
A pesar de la dureza que lo caracterizaba, el teniente se estremeció al ver a aquella mujer con el enorme cuchillo en una mano, el delantal ensangrentado y el rostro impasible.
“Era algo digno de ver –dice el teniente, hoy General de Brigada en condición de retiro–; una mujer menudita pero con una cara que inspiraba miedo”.
El sargento, un hombre duro que había combatido en el frente sur en la guerra contra El Salvador bajo las órdenes de Policarpo Paz García, también se estremeció al verla, dio dos pasos atrás y agarró el arma, pero la mujer no se inmutó.
“Búsquenlo en su casa –agregó esta, con la misma voz áspera–, yo paso trabajando todo el día como para estar pendiente de quién se pierde y de quién no”.
“¿Podemos revisar su casa, señora?” –le dijo el teniente.
“¿Y qué van a hallar aquí?”
“Estamos investigando la desaparición del señor…”
“Mire –respondió la mujer–, él vino el miércoles como a las cinco de la tarde, le hice cena y después me usó dos veces… A las siete se fue y no lo he vuelto a ver”.
“¿Qué quiere decir con que la usó dos veces?”
“¡Ay, señor! –replicó la mujer–, ni que usted fuera inocente… Que estuvo conmigo en la cama dos veces… Después se fue”.
“¿Cuándo quedaron de verse otra vez?”
“Al día siguiente; él venía todos los días, menos el domingo que iba a la iglesia”.
“¿Usted sabía que él era casado?”
“Sí, claro… Cuando uno se mete a este lío o se aguanta o se aparta, pero yo lo acepté así…”
El teniente la miró por un momento y luego le dijo:
“¿Tienen planes de vivir juntos con el tiempo?”. “Planes siempre hay, señor, pero con hombres casados y mentirosos una mujer siempre lleva las de perder”.
“¿Por qué dice eso?”
“Porque así son los hombres…”
“¿Le ha prometido casase con usted?”
“¿Qué es lo que no ha prometido? Desde que lo conocí me ha dicho que se va a venir a vivir conmigo pero míreme, aquí sigo siendo la amante, la zorra, la mujerzuela, como me dice la esposa”.
“¿Usted sabe dónde pudo haber ido esa noche del miércoles?”
“No. Que yo sepa, se iba de aquí a la casa y allí se quedaba hasta la mañana que se iba para el mercado”.
“Pues, la esposa dice que no llegó a dormir”.
“Pues de eso no sé. Él siempre que se iba de aquí se iba para su casa… Busquen allí porque aquí no van a encontrar nada”.
Advertencia
El teniente sacó un cigarro, lo encendió, lanzó el humo hacia adelante y dijo:
“Mire, señora, sabemos que ese hombre salía del mercado y se venía para donde usted y que después de cenar y de usarla, como usted dice, se iba para su casa, y sabemos que hacía lo mismo todos los días, menos los domingos que iba a la iglesia, pero el miércoles se perdió sin dejar rastro y dice su mujer que no llegó a dormir… Entonces, si esa era su costumbre, podemos decir que a este hombre, su hombre, le pasó algo malo. Dice la esposa que ya lo buscó en el hospital, en las postas y en la morgue, y nada… Ahora, si usted sabe algo y no nos quiere decir, le advierto que en el DIN tenemos algunas formas de hacer hablar a la gente mentirosa. Por eso, si usted le hizo algo a ese señor, es mejor que nos diga ahorita todo lo que pasó…”
“¿Y usted por qué dice que yo le hice algo a mi marido?”
La voz de la mujer fue un estruendo.
“¿Es que cree que porque soy chanchera es que puedo matar a un hombre?”.
La mujer tiró el cuchillo ensangrentado al suelo, se quitó el delantal y dio un paso hacia adelante.
“Vaya, pues –dijo–, aquí estoy… Llévenme y arránquenme las uñas si quieren. ¿Es que creen que porque me amenacen y me torturen voy a decirles que hice algo que no he hecho?”
El teniente retrocedió un paso.
Hipótesis
El general se acomoda en su sillón, cruza una pierna y agrega:
“Esa era toda una mujer. No le tenía miedo a nada y menos al DIN, que con solo el nombre ponía a temblar a cualquiera, pero a mí se me había metido entre ceja y ceja que esa mujer sabía algo más de lo que nos había dicho y entendí que si quería sacarle la verdad tenía que llevarla a un tratamiento especial”.
Hace una pausa y, tras varios segundos, sigue diciendo:
“Hay gente que por más que se le trate bien lo ven a uno como tonto y esa mujer era de agallas… Pero yo estaba seguro de que después de estar un día en el cuarto de costura, iba a cantar”.
Pero la mujer nunca entró al cuarto de costura.
“Nos dejó entrar a la casa –dice el general– y lo que encontramos fue ropa y algunas cosas del marido, lo normal, pero a mí me seguía inquietando aquella actitud…”
“El que nada debe nada teme” –dijo la mujer.
“Mire, señora –le dijo el teniente–, vamos a regresar y vamos a hablar en serio con usted, por si no aparece su marido en los próximos días… Y si me doy cuenta de que usted me está mintiendo, le aseguro que se va a arrepentir”.
“Cuando quiera, teniente –respondió ella, levantando la frente–. Dios quiera que no le haya pasado nada malo a Marcos pero si algo le ha pasado, o fue en la casa de esa mujer o fue en el camino”.
“¿Cree usted?”
“No sé”.
“La esposa ya lo buscó en el hospital…”
“Bueno, Dios sabe qué es lo que le pasa a ese hombre”.
“Pues, yo le voy a decir lo que creo que le pasa –le dijo el teniente–; a mí se me hace que Marcos está muerto”.
La mujer dio un grito, apretó los puños y miró a los agentes sin decir nada. Parecía asustada.
“Y se me hace que usted lo mató” –agregó el teniente.
Una lágrima rodaba por las mejillas de la mujer, que se había puesto pálida de pronto.
“Usted lo mató porque no le cumplió nunca la promesa de venirse a vivir con usted” –añadió el teniente.
La mujer no dijo nada más. Ahora temblaba.
“Voy a volver –le dijo el oficial– y si usted me ha mentido, yo mismo le voy a arrancar las uñas”.
La mujer levantó el cuchillo y, con la cabeza agachada, entró a la casa.
“Ella lo mató –les dijo el teniente a sus hombres–, pero todavía no lo podemos probar”.
“Si quiere la llevamos para el tratamiento especial, mi teniente; allí hablan hasta las piedras”.
El sargento era un hombre dispuesto a todo.
“No –respondió el teniente–, todavía no. Vamos a dejar que se ablande un poco. Ahora ya sabe que la consideramos una asesina y no va a dormir en paz hasta que nos confiese todo, por las buenas o por las malas”.
“¿Y si nos equivocamos, mi teniente?”
“Sargento, el DIN nunca se equivoca”.
Continuará el próximo domingo