TEGUCIGAPA, HONDURAS.-Los sentamos alrededor de la mesa donde acababan de servir bocadillos y bebidas calientes. A un lado, en una mesa pequeña, estaban apilados los expedientes, encerrados en carpetas marcadas con grandes caracteres en tinta negra.
Las mujeres estaban ansiosas; unas sonreían, otras solo esperaban. En esos expedientes estaba escrita una parte dolorosa de sus vidas, la parte siniestra que vino después del amor, de la confianza, de la entrega y la esperanza. En aquellas páginas estaban marcados los gritos, las humillaciones, los golpes y las violaciones sufridas durante largos años de abusos, mezcladas con las lágrimas y la sangre que aún claman justicia desde la tierra.
Allí había ojos nerviosos, apagados por una permanente tristeza, rostros con cicatrices que el maquillaje no podía ocultar, labios que sonreían con muecas marcadas por deformidades causadas por golpes de puño, risas con dientes postizos, frentes señaladas con hematomas antiguos… A una pierna, que fue hermosa en otro tiempo, le faltaba el pie. El machete del “hombre de la casa” lo cercenó de un solo golpe “porque la mujer no debe salir a la calle sin el permiso del marido”.
Flotaba en aquel ambiente un olor a Judas; olía a traición, a dolor; olía a mujer que sufría… Olía a puñal de oro…
“Tenemos veintitrés casos –me dijo Gonzalo Sánchez, señalando los expedientes–, uno tan cruel como el otro; y cada uno es una muestra de la más infame y siniestra de las ideologías: el machismo, ese absurdo poder del hombre sobre la mujer, más dañino y destructivo que espada de doble filo”.
Gonzalo es medio poeta y, al escucharlo, algunas mujeres sonrieron; pero eran sonrisas sin alegría.
“Todas ellas tienen mucho qué decir –agregó Gonzalo–, pero eligieron a Alia Kafati para que comience la reunión”.
Hubo un murmullo de aprobación.
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“Todas tenemos una historia que contar –empezó Alia, poniéndose de pie–, aunque las historias no son tan diferentes como parecen. A todas nos une el sufrimiento que nos causó el hombre que juró amarnos, cuidarnos y respetarnos para toda la vida; a todas nos une la misma sed de justicia…”.
Hizo una pausa, noté que contenía las lágrimas, y la vi morderse los labios.
“Todas llevamos cicatrices –dijo, poco después–; marcas en la piel, marcas en el alma. Unas mujeres fueron mutiladas, a otras los golpes les dejaron huellas imborrables; en muchas, el abuso les destruyó la autoestima, y a otras les quitó las ganas de vivir… A mí, mi marido me destruyó por dentro, y destruyó a nuestra familia…”.
Estaba serena, había seguridad en su voz, y su rostro estaba levantado, desafiante.
“Mi tragedia –dijo–; empezó con insultos y con humillaciones. Con el tiempo vinieron las amenazas y, después, los golpes y el abuso sexual…”.
Hizo otra pausa y agregó, con voz fuerte:
“¡Porque cuando una mujer no quiere intimidad y es obligada, es abuso sexual! –exclamó–, y ese delito debe ser castigado con todo el peso de la ley, así sea el propio marido el abusador”.
Alia es una mujer bonita, alta, blanca, de ojos chispeantes y decididos; su carácter es fuerte y cada palabra suya es una denuncia contra el machismo violento y destructor. Es psicóloga con especialidad en educación infantil y pertenece a una familia ubicada en lo más alto de la escala social, lo cual no la salvó del abuso, de los golpes, del machismo perverso y destructor…
“La violencia contra la mujer hace iguales a todas las mujeres –siguió diciendo–; pobres, ricas, blancas, negras, encumbradas o sencillas… la abogada que se gana la vida en los tribunales, o la mujer humilde que hace tortillas para vender…”.
El tono de su voz aumentaba en intensidad conforme hablaba.
“El abuso de mi marido me hizo más fuerte –agregó–, y me da nuevas fuerzas para denunciar a los abusadores en cualquier terreno. ¡No les tengo miedo a los medio hombres que se creen mejor que las mujeres!”.
Siguió a esto otra pausa.
“Mire, Carmilla –me dijo Gonzalo Sánchez–, en este momento son miles las mujeres que están sufriendo algún tipo de violencia, y ¿sabe usted cuántas mueren a manos de sus parejas en Honduras?”.
Yo lo miré.
Alia intervino y me preguntó:
“Y, ¿sabe usted, Carmilla, a cuántas de ellas se les hace realmente justicia?”.
No contesté.
Alia siguió hablando:
“Creo que la violencia contra la mujer debe considerarse como un crimen de lesa humanidad –dijo–, y debe castigarse como el peor de los delitos”.
Un murmullo de aprobación apoyó sus palabras.
“Me casé el 1 de agosto de 2009 –añadió–, y ese día fue uno de los más felices de mi vida. Iba enamorada y llena de ilusiones, tuve una maravillosa luna de miel, y estaba segura de que mi marido era el mejor de los hombres. Alto, guapo, ojos claros, educado, caballeroso, romántico… ¿Qué más podría desear una mujer?”.
Miró a su alrededor y soltó una carcajada, una carcajada con la que se burlaba de su propia ingenuidad.
“Yo me creía una princesa, y creí que mi marido era mi príncipe azul…”.
Rió de nuevo.
“¡Pero todo aquello era un espejismo! –añadió–. Él era un fraude, y muy pronto el ‘príncipe azul’ se convirtió en mi peor pesadilla. ¡Aquel abusador sin conciencia sacó las uñas y se convirtió en una bestia porque, ¿cómo se le puede llamar a un hombre que golpea a su mujer?”.
Todas estuvieron de acuerdo con ella.
“De las tantas veces que me agredió físicamente, la primera nunca la voy a olvidar –añadió, poco después–; fue la noche del domingo 3 de abril de 2016. El hombre al que yo tanto amaba terminó de quitarse la máscara…”.
Hizo otra pausa, como para ordenar sus ideas.
“Él siempre tuvo un temperamento fuerte –siguió diciendo Alia–, y cuando se enojaba decía cosas ofensivas, y se comportaba malcriado, grosero, agresivo… y yo empezaba a cansarme de él… No nací para ser abusada, y jamás le tuve miedo. ¡En mi familia no me educaron para tenerle miedo a nada!”.
Su grito estremeció el aire, y se notó en su rostro la fuerza que la impulsaba, mezclada con la cólera y la indignación que hervían en su pecho.
“Él había cambiado mucho –dijo–, pero, aunque yo sabía que no era el mismo hombre del que me había enamorado, tenía la esperanza de que cambiara, que volviera a ser el hombre bueno que yo anhelaba; al final de cuentas, era el padre de mis hijos”.
Una mueca parecida a una sonrisa de burla se dibujó en el rostro encendido de Alia.
“¡Ellos no cambian! –dijo una mujer, desde una esquina de la mesa–. Mi esposo empezó insultándome. Después me pedía perdón. El primer golpe que me dio me quebró los dientes de adelante, pero me juró que no lo iba a volver a hacer. Un día, borracho y celoso, me atacó con un cuchillo. Estuve tres meses en el hospital. Perdí el bazo, una parte del hígado, un riñón y un metro de intestino… ¡Y cuando regresé a mi casa el bárbaro tuvo el valor de pedirme perdón… y hasta quería tener relaciones íntimas conmigo!”.
Alia se estremeció.
“¡Los abusadores de mujeres deben pagar con cárcel sus delitos!” –exclamó.
Se escucharon varios aplausos.
“A mí mi esposo me cortó tres dedos de una mano porque estaba hablando con mi compadre” –intervino otra, mostrando la mano mutilada.
“¡El salvajismo del hombre! –dijo Gonzalo Sánchez.
“¡Yo creí que esa noche me iba a matar!” –exclamó Alia, de repente, rechinando los dientes a causa de la cólera.
Todos la miramos.
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Historia
“Todo el día había estado peleando conmigo –dijo, después de unos segundos–; me había insultado y me humilló emocionalmente, y yo le exigí que me respetara… No te tengo miedo –le dije–, y eso lo enfureció; pero, lo peor vino en la noche…”.
Carraspeó para aclarar la garganta,
“Eran las nueve –agregó–; yo estaba sentada frente a mi computadora cuando él entró al cuarto, y lo primero que hizo fue agarrarme del pelo y tirarme al piso. Yo grité, pero él me estrelló la cabeza en el suelo, se puso encima de mí, me golpeó, me dijo que yo era una p…, que no servía para nada… Agarró una vasija de cristal y trató de golpearme con ella… No sé por qué no lo hizo… Si lo hubiera hecho me habría matado… De pronto se puso de pie, me agarró de la camisa de dormir, me tiró a la cama y se puso de nuevo encima de mí. Yo gritaba pidiendo ayuda, pero él trataba de ahogarme con las manos, me ponía almohadas en la cara y me decía que me iba a matar. Después, me levantó de la cama, me agarró del cuello y me arrastró hasta el cuarto de mi hijo menor, que era apenas un bebé de meses, y que dormía con la empleada. A ella le quitó el celular para que no llamara a nadie, y le dijo que si llamaba a alguien también la iba a matar. Luego, me volvió a llevar al cuarto, me golpeó varias veces a puño cerrado, y después me metió al clóset. Era un clóset de metal que tenía como unas puntas salidas, como varillas, y me estrellaba contra ellas. ¿Por qué hacía todo eso? No lo sé…”.
Alia levantó los hombros.
“Las varillas se ensartaban en mi espalda –dijo–, y yo seguía gritando, suplicándole que no me hiciera más daño, que pensara en sus hijos; pero todo era inútil…”.
Alia bajó la cabeza, no para esconder su dolor, sino para calmar su ira, y, luego de unos segundos de pesado silencio, dijo:
“¿Cómo es posible que el hombre que al que amamos tanto sea capaz de hacernos tanto daño?”.
Nadie le respondió.
En realidad, todas aquellas mujeres se hacían la misma pregunta, pero todavía no tenían una respuesta.
“Me sacó del clóset –dijo Alia, con ojos brillantes–, y me tiró al suelo. Allí empezó a patearme, mientras me insultaba de las peores maneras… y no le importaban ni mis gritos ni mi llanto ni mis súplicas…”.
Nuevo silencio.
“No sé cómo me le escapé –dijo, al final de la pausa–, y corrí hacia el primer piso de la casa… Llevaba mi celular en la mano… y llamé a mi mamá… para que viniera por mí…”.
Dos mujeres se pusieron de pie y se acercaron a Alia, tratando de darle consuelo. En realidad, no lo necesitaba. Alia se había convertido en una mujer de hierro, y estaba allí para consolar, no para ser consolada.
“La debilidad y el miedo de la mujer es el mejor aliado del abusador –dice–, y no podemos darle cabida al miedo; no debemos ser débiles…”.
“Esta mujer es dura –dice Gonzalo Sánchez, con admiración–; y así deberían ser todas las que han tenido la desgracia de convivir con un abusador”.
“Lo denuncié en la Policía –añadió Alia–, en el CORE 7; de allí me mandaron a Medicina Forense. Me hicieron una resonancia magnética donde me encontraron cuatro hematomas en la cabeza… Estaba dispuesta a divorciarme, pero él empezó a rogarme, a pedirme perdón y a prometerme que no me pegaría de nuevo… Yo le creí, no le di seguimiento a la denuncia, y volví con él… por mis hijos, por mi hogar… porque quería creer en él…”.
Dijo esto y levantó la cabeza.
“¡Pobre ingenua! –exclamó–. Todo era mentira…” –gritó, después.
Una de las mujeres comentó, viéndome a los ojos:
“El pastor dijo que mi marido tenía derecho a castigarme, pero no dijo nada cuando me cortó el pie de un machetazo… ¡y la jueza le creyó que había sido un accidente porque, en su opinión, un esposo es incapaz de hacerle ese daño a su propia mujer!”.
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Alia estiró un brazo, tomó un expediente y lo puso sobre la mesa. Era el expediente No. TST-FM-15-313-2017. En él se encerraba su historia. Gonzalo Sánchez tomó el expediente de la mesa y me lo entregó.
“Aquí está también la sentencia que acompaña el expediente –me dijo–; es la No. S1TST 22-019 del Juicio Oral y Público de la Sala Primera del Tribunal de Sentencia de Francisco Morazán. Violencia Intrafamiliar, Violencia Intrafamiliar Agravada y Desobediencia… Allí está el nombre del imputado… Y allí hay veintidós expedientes más”.
Vi lágrimas en algunos ojos, y miedo y tristeza en otros, pero en los ojos de fuego de Alia Kafati había determinación y afán de justicia.
“Busqué la protección de la justicia –dice–, y creí encontrar en la jueza Sara Isabel una esperanza…”.
Rechina los dientes.
“Aquel era un camino equivocado –añadió–, porque comprobé que hay jueces que más bien son verdugos de las víctimas que suplican justicia…”.
Calló por un momento.
“Sara Isabel ha sido casi tan cruel como mi abusador particular… ¡Y a todos se les olvida que la mujer es la joya de la creación de Dios, y que el hombre debe respetarla… y que los jueces deben protegerla!”.
Estaba indignada.
“¡Pero hay juezas que tienen mil maneras de proteger a las bestias que nos abusan!” –gritó.
Continuará la próxima semana...