Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
A la posta de la Policía de la aldea llegó Joche acompañado de su hermano Moye. Joche se mostraba preocupado y le dijo al clase I Castillo, jefe de la posta, que desde hacía cuatro días su esposa no llegaba a la casa.
“¿Cuatro días?” –le preguntó el clase I, un tanto extrañado.
“Sí” –respondió él.
“Han pasado cuatro días de que su esposa no llega a su casa y hasta ahora se da cuenta usted…”
“Es que creí que andaba donde la familia de ella”.
“Ya”.
Hubo un momento de silencio.
Joche agregó:
“Es que como las mujeres, cuando se enojan lo primero que hacen es irse para donde la mamá…”
“¿Tiene celular su esposa? –preguntó el clase Castillo–. ¿La ha llamado? ¿Ha tratado de comunicarse con ella?”
“Sí, pero no contesta” –respondió Joche.
“Y, ¿ya la fue a buscar donde su mamá?”
“Sí, pero no está allí… No saben nada de ella…”
El clase Castillo se puso de pie.
“Bueno –dijo–, vamos a investigar”.
Marcela
¿Dónde podía estar una mujer a la que todos conocían como sencilla, agradable y buena, enamorada de su esposo y muy de su casa? ¿Por qué iba a desaparecer cuatro días sin dar señales de vida? ¿Qué tan grave fue el pleito que tuvo con su marido como para alejarse de él y de su hogar tanto tiempo? ¿Alguien la había visto salir de su casa hacía cuatro días? ¿Por qué se fue sin llevar ninguna de sus pertenencias? Y, ¿por qué su madre no sabía nada de ella? ¿Qué era, en realidad, lo que estaba pasando con ella?
Estas y muchas otras preguntas se las hacía una y otra vez el clase Castillo, un policía que había invertido su vida en la institución y quien, por su gran experiencia, es considerado un maestro para los nuevos agentes.
Sabía que Joche era un muchacho bueno, trabajador y tranquilo; nunca se metía a problemas con nadie y su tiempo lo invertía en la milpa, sus escasos amigos y su familia.
Desde pequeño se enamoró de ojos de Marcela y, al pasar el tiempo, cuando ella se convirtió en una belleza de hermosos ojos y cuerpo escultural, le pidió que se casara con él.
Marcela aceptó de inmediato y formaron su hogar en una casa que Joche hizo con sus propias manos, en una de las mejores zonas de la aldea, cerca de las montañas llenas de pinos. Además, Joche era un buen hijo y un mejor hermano.
Moye, o Hermógenes, era su hermano y su amigo, y él lo quería mucho, habían sido muy unidos desde pequeños y confiaba en él con los ojos cerrados. Sin embargo, un buen policía siempre desconfía de todo, y el clase Castillo desconfió de Joche y le desagradó la actitud de Moye, aunque la buena reputación de los dos era de sobra conocida.
“Hay algo que no me gusta en esto” –dijo el clase, y empezó a hacerse un montón de preguntas.
“¿Dónde puede estar esta muchacha?”
Investigación
Salió el clase Castillo de la posta en compañía de uno de sus policías y fue a recorrer la aldea.
“¿Conoce a esta muchacha? –le preguntaba a todo el que se encontraba en su camino, mostrándole una fotografía de Marcela–. ¿La ha visto últimamente?”
“No” –era la respuesta, hasta que una señora, una anciana de largas trenzas grises y con un solo diente en la boca, le dijo:
“Mire, sargento, no es que me importe la vida ajena, pero yo creo que aquí hay gato encerrado…”
“¿Qué quiere decir, mamita?”
“Pues, que eso de que esta chigüina se haya desaparecido así como así, está como raro… Para mí que esos dos saben algo porque yo los veo tranquilos y serenos, como si a Joche no le hiciera falta su mujer”.
“Cuando dice: esos dos, ¿a quienes se refiere? ¿Quiénes son esos dos?”
“Pues el Joche y el Moye… los hermanos”
“¡Ah!”
“Mire, no es que a mí me conste pero mi sobrina, que trabaja en la quesera de don Gustavo, dice que ha visto que cuando el Joche se va a la milpa, un hombre viene a visitar a Marcela… Aunque yo no sé nada de eso…”
El clase Castillo se quedó pensando por unos momentos.
“Entonces –dijo, hablando consigo mismo–, es posible que la muchacha no se tan santa como todos creen… y hasta es posible que se haya ido con otro…”
“Eso yo no sé, sargento” –respondió la anciana, dándole una chupada al mango que se estaba comiendo.
El clase no contestó. Quizás aquella era la respuesta a todas sus preguntas. Marcela se había ido con otro. Pero, ¿no supo nada de esto su marido? ¿No sospechó jamás que ella lo engañaba? O, ¿el pleito que hizo que Marcela desapareciera de su casa fue a causa de esto?
Todo era posible.
“A pesar de esto –le dijo el clase Castillo a su compañero–, hay algo en este caso que no me gusta… Voy a llamar a un amigo de la DPI”.
Se refería a la Dirección Policial de Investigaciones.
“Tal vez si investigamos en el teléfono celular de la muchacha lleguemos a saber algo…”
“¿Algo como qué?”
“Pues, si se estaba relacionando con otro, si se mensajeaba y si se hablaban por teléfono… Así se me va a quitar la duda”.
Pero esta duda se le iba a quitar más pronto de lo que imaginaba. Cuando regresó a la posta, un campesino algo entrado en años lo esperaba. Tenía algo desagradable que decirle.
El hallazgo
“Mire, mi sargento–le dijo el hombre, agarrando el viejo sombrero con ambas manos–, yo andaba por allá, por las montañas, buscando conejos, y en medio de un pinar vi algo así como una rodilla, algo así como un cuerpo que está tapado con hojas y ramas, y allí hay un mosquero…”
El hombre hizo una pausa.
“Para mí que es como si allí hay un muerto” –añadió.
“¿Por dónde es?”
El campesino repitió la dirección.
“¿Usted nos puede llevar?” –le preguntó el sargento, con la garganta reseca.
La escena
Las montañas, llenas de pinos verdes, a pesar de la maldición del gorgojo descortezador y de la voracidad de los depredadores del bosque, están casi vírgenes. De ellas brota el agua en manantiales todavía puros que bajan hasta formar un bonito río y están llenas de vida.
Allí hay venados, conejos, pájaros, ratones de montaña y serpientes. Hay quienes han visto gavilanes y hasta chanchos de monte. Pero ahora, eran la escena de un crimen.
El clase Castillo, con los dientes apretados y la cólera brillando en sus ojos, veía el cuerpo en descomposición. Era el cadáver de una mujer joven que tenía al menos cinco días de haber sido asesinada.
“A esta muchacha la mataron a golpes en la cabeza” –le dijo a su compañero.
“¿Quién es, mi clase?” –preguntó este.
“Pues, ¿quién más? ¡Marcela! La mujer desaparecida de Joche”.
El policía dio un grito.
“¿Está seguro?”
“Seguro…”
“¿Cómo vino a dar hasta aquí?”
“No vino –replicó el clase Castillo–, la trajeron, y creo que la trajeron engañada porque me parece que fue aquí mismo donde la mataron…”
El clase Castillo estaba indignado.
“Y, ¿quién puede ser el asesino?”
“Eso no lo sé –respondió el clase, con un rugido en su pecho–, pero lo vamos a saber”.
Se había agachado para ver la cabeza, que estaba hinchada y llena de gusanos, y con dos dedos, la movió un poco.
“La mataron a garrotazos –dijo–, aquí tiene los golpes. Le partieron la cabeza desde atrás…”
El cráneo estaba destrozado y en el pelo se veían gruesas costras de sangre seca sobre las que revoloteaban moscas verdes.
“El que hizo esto es un maldito” –dijo el policía.
“Así es –convino el clase Castillo–, pero muy pronto va a ser inquilino del Pozo… ¡Ya vas a ver!”
“¿Quién será?” –preguntó el policía.
“Si no fue el marido, fue el amante –respondió el clase–, aunque ya tengo mis sospechas”.
Se puso de pie.
“Hay que llamar a la DPI” –dijo.
Joche
“Hallamos a tu esposa –le dijo el clase Castillo a Joche, esa misma mañana–, está muerta, en la montaña… La mataron a garrotazos”.
Joche lo miró sin saber qué decir, el clase no apartó de él los ojos y el hombre, tras largos segundos, dijo:
“¿Cómo sabe que la mataron?”
“Tiene la cabeza partida –respondió el Clase–; la golpearon con fuerza desde atrás”.
“¡Ay, Dios!”
“Tenemos un sospechoso –agregó el clase–, ya le avisamos a la gente de la DPI y vamos a agarrar a ese maldito”.
DPI
Cuando los agentes de delitos contra la vida, o, lo que es lo mismo, los agentes de homicidios, llegaron a la aldea, llevaban en mente una teoría sobre el crimen, pero tenían que comprobarla. Sin embargo, tardaron dos semanas en darle forma al caso.
Los resultados del vaciado telefónico del celular de Marcela tardaron una eternidad, aunque el amigo del clase Castillo había hecho milagros.
“Hablamos con el fiscal y nos autorizó para hacer un cateo” –le dijo al sargento, veinte días después del hallazgo del cuerpo.
“¿Traés buenas noticias?” –le preguntó el clase.
“Creo que sí…”
“A mí no me la hace buena ese hombre –respondió el clase–, el marido, quiero decir”.
“Pues, se va a sorprender con lo que encontramos en el teléfono de la muchacha”.
“¿Le estaba pagando mal al marido?”
Celular
En el celular de Marcela había varios mensajes enviados desde un número desconocido. Eran mensajes eróticos que el agente empezó a leer:
“¿Marcelita, te gustó como lo hicimos hoy cuando se fue tu marido a la milpa?”
“Amorcito, avisame cuando ese maje se vaya. Tengo deseos de vos”.
“Mirá, Marcelita, si salís preñada no te preocupés que se lo vamos a echar a ese papo”.
“Cosita rica, bañate bien y te depilás todo para hallarte fresquita. Ya voy a llegar”.
El clase Castillo estaba asombrado. Aquella muchacha era tenida por honrada pero ahora, los mensajes decían mucho de su verdadera personalidad.
“Pucha –dijo, rascándose detrás de una oreja–, cómo son las mujeres.”
El agente de la DPI sonrió.
“Y ella, ¿qué contestaba?”
“Allí está la clave de todo esto –respondió el agente–, que ella no respondió ni uno tan solo de estos mensajes”.
“¿Ni uno?”
“Ni uno, y que son más de treinta, mi clase… Ninguno tiene respuesta”.
“Y eso, ¿por qué cree usted?”
“Es raro, ¿verdad?”
“Pues sí”.
“Y tampoco hay llamadas… Ni una sola llamada. Parece que solo se comunicaban por mensajitos… y no usaron nunca el guasap”.
“Bueno, usaron no debe decirse –replicó el clase–, porque ella nunca respondió un mensaje. Solo se los mandaban y ella los leía”.
“Buen detalle”.
“Eso quiere decir que a ella no le interesaba el hombre”.
“Creo que va por buen camino, mi sargento”.
“¿Por qué?”
“Pues, porque este es un caso sencillo”.
“No te entiendo”.
“Vamos a catear la casa del marido”.
“Ajá”.
“Y, ¿sabe usted de quién es el número desde el que le enviaban esos mensajes a la muchacha?”
“No”.
“Ni se lo imagina, ¿verdad?”
“No, la verdad, no”.
“Pues, el caso está claro –dijo el detective–, aunque lo que voy a decirle es solo una hipótesis, una teoría… Creemos que alguien estaba enamorado de la muchacha, que ella no estaba interesada en él, aunque lo conocía, que este hombre, despechado, imaginó un plan asqueroso que llevó a cabo, y según su plan, compró un chip y empezó a mandarle mensajes a la muchacha, mensajes comprometedores que, si el marido los llegaba a ver, no le iba a caber duda de que su mujer lo engañaba.
Lo más seguro sería que, furioso, la golpeara, la dejara, la corriera de la casa o la matara, como en realidad sucedió…”
El clase Castillo lo interrumpió.
“¿Quiere decir que el asesino de la muchacha es el propio marido?”
“Sí. ¿Recuerda que me dijo que a usted no se la hacía buena ese hombre? Pues, era porque usted ya sospechaba de él. Tal vez vio algo extraño en su actitud, tal vez no le pareció muy preocupado por la desaparición de la esposa, o por lo que pudiera haberle pasado…”
El clase no respondió.
“¡Usted es un gran policía!” –exclamó el agente de la DPI, con sincera admiración.
“El Joche es el asesino”.
“Ya verá que así es…”
“¿Y el hermano, el Moye, que tiene qué ver en esto?”
El agente sonrió.
“Él fue el que compró el chip y le mandaba los mensajes a la muchacha… Él es el que estaba enamorado de ella…”
Nota final
Enterrado en la letrina de la casa de Joche, los agentes de la DPI encontraron un tubo de hierro con sangre, que resultó ser de Marcela. También tenía algunas hebras de pelo de la muchacha.
Presionado, Joche confesó haberla llevado hasta la montaña y ya allí, la golpeó con el tubo en la cabeza hasta matarla. Su hermano Moye le había dicho que Marcela lo engañaba con un tal Mauricio y que sería bueno que le revisara el teléfono. Joche encontró en él los mensajes y, enfurecido y despechado, la mató. Pero todo fue un engaño de Hermógenes.
“Yo siempre estuve enamorado de ella –les dijo a los detectives–, pero ella nunca me hizo caso. Entonces, lo mejor era destruirla”.
Hoy, Joche espera en la cárcel a que se cumpla su sentencia. Más de treinta años. Su mujer lo amaba, pero él creyó más en su hermano. Ese fue el triste fin de la cuñada de Caín.
Mil gracias al excelente periodista y gran amigo don Jorge Quan, por su apoyo con este caso.
Lea además: El caso del chino enamorado