Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres
Era temprano en la mañana, una mañana extremadamente fría de finales de enero de 2018 en Santa Rosa de Copán, en el occidente de Honduras. Había agitación en el Palacio de Justicia, en el Barrio Mercedes, porque los tribunales volvían a la vida después de las vacaciones de fin de año.
“Es bueno estar aquí de nuevo” –comentó un fiscal que llevaba en las manos varias carpetas repletas de documentos.
“Aunque no creo que el gusto te dure mucho” –le respondió su compañero, mientras caminaban hacia la sala de juicios orales donde esperaban enterrar vivo en una celda al acusado en uno de los juicios más esperados.
“¿Y eso, por qué?”
“¿Ya viste quién está sentado afuera de la sala?”
El fiscal se detuvo un momento, miró hacia adelante y sus ojos se encontraron con una figura que reconocieron de inmediato.
“¡Me lleva el diablo! –exclamó, rechinando los dientes–. ¿Qué está haciendo aquí el doctor Castro?”
“¿No sabías? –le preguntó el otro–. Está en tu caso de asesinato… Es consultor técnico de la defensa…”
El fiscal miró a su compañero sin saber qué decir. Después de unos segundos, exclamó:
“¡Ya jodimos! Siempre que me toca enfrentarme a ese viejo hijo de su madre me da diarrea”.
El segundo fiscal sonrió.
“Y no sos el único… –dijo–, a otros les da taquicardia, sudan en exceso y otros no dejan de comerse las uñas… ¡Y unos se han quedado mudos! Es el Síndrome Denis Castro…”
El fiscal lo miró arrugando la frente.
“¿Qué p… es eso?” –preguntó.
“Es el montón de síntomas que les dan a los fiscales y a los consultores de Medicina Forense cuando tienen que enfrentarse en juicio al doctor Castro… Como en todos los juicios les gana, los fiscales van predispuestos y le tienen una especie de miedo, cuando lo que deberían hacer es leer mejor el caso, informarse y presentarlo de modo que se enfrenten al doctor en igualdad de condiciones…”
El hombre hizo una pausa.
“¿Sabías que el ‘síndrome Denis Castro’ es reconocido en el lenguaje Médico Legal y que hasta tiene derechos de autor?”
“A mí no me agrada mucho enfrentarme a ese señor… Ya te dije que hasta me da diarrea”.
“Yo tengo como un año que no me lo topo en el camino…–añadió el otro–, pero a un amigo mío casi lo corren por su culpa…”
“¿Qué pasó?”
“Bueno… yo creo que el doctor tuvo razón, pero mi amigo quedó como el más bruto de todos los fiscales del Ministerio Público”.
“Ajá”.
“Presentó en un juicio el testimonio de una mujer muerta. Testigos dijeron que la mujer resucitó después de que le pidieron a Dios que le devolviera la vida solo para que dijera quien la había matado, y la mujer resucitó, dijo quien le había disparado, y se volvió a morir… Y él presentó ese testimonio en el juicio… ¡En la Corte se burlaron de él!”
“¿Y Denis Castro qué tuvo que ver en eso?”
“¿No te imaginás? Fue el primero en reírse del fiscal y en presentar como estúpido semejante testimonio… Sólo a ese fiscal se le pudo ocurrir presentar semejante prueba en un juicio, y más, estando Denis Castro en el lado de la defensa”.
El fiscal dio un paso hacia adelante.
“Mirame–dijo–, yo ya empecé a sudar… ¡Ese viejo siempre se ca… en nosotros!”
Comentarios
La sala de juicios orales estaba llena, acababa de entrar el acusado, vestido con sencillez, y sus defensores estaban listos para dar la última batalla por su libertad. Después de dos años de estar preso, se había llegado el día en que sería juzgado y, en opinión de los fiscales, le esperaban al menos veinticinco años en prisión.
“Es pan comido –había dicho uno–; el Ministerio Público va a pedir veintisiete años de condena”.
“Todo está contra él –comentó un periodista–; los jueces no le van a tener compasión”.
“La defensa está segura de que conseguirá su libertad” –dijo otro.
“¡Y con tal de cobrar! –exclamó un tercero–. ¿Qué es lo que no dice la defensa? La verdad es que no hay esperanzas para el hombre… aunque los defensores digan misa”.
“El Ministerio Público tiene testigos que juran y sostienen que lo vieron cuando cometió el crimen… –agregó otro, tomando notas en una libreta–. Con eso es suficiente para que los jueces lo condenen… Para mí, que el hombre está frito”.
“A mí me dijeron que la defensa tiene un ‘As’ bajo la manga” –dijo el primero.
“Nada puede salvar al alcalde –replicó el segundo–. Varias personas lo vieron matar al primo… ¡Ni Kalimán detiene su condena!”
“Miren –dijo, en eso, un abogado que esperaba al inicio del pasillo–, no hay que asar la liebre antes de cazarla… Eso de que ni Kalimán evita algo como que está obsoleto… Mel Zelaya dijo que ni Kalimán detenía la consulta de la Cuarta Urna, y se lo voló el general Vásquez Velásquez… Ahora, ¿ya saben ustedes cual es el “As” que tiene la defensa bajo de la manga?”
Varios contestaron a coro:
“No…”
El abogado, sonriendo con malicia, les dijo:
“Miren hacia allá, en aquella silla…”
La enorme figura,que vestía completamente de negro, seguía esperando afuera de la sala, con un bastón de mango dorado en una mano, que llevaba enguantada a causa del frío, y un kipá negro, con una estrella de David al centro, coronando su cabeza.
“Es el doctor Denis Castro –dijo un periodista–, pero esta vez le va a ir mal… Los testigos hunden al alcalde…”
“Vamos a entrevistarlo”.
“De nada sirve. El doctor nunca da declaraciones antes del juicio…”
Caso
Era una tarde fría, los hombres estaban uno frente al otro, con la ira y el odio brotando por sus ojos. Quienes los conocían sabían que aquel sería el final de una larga enemistad. En el aire flotaba un pesado olor a muerte.
De pronto, empezaron los disparos. Los curiosos corrieron para escapar de una bala perdida pero los más valientes se quedaron cerca para verlo todo.
Uno de los hombres disparaba mientras le lanzaba insultos a su enemigo. Este acababa de dar un salto hacia atrás, cayó de costado en la calle de tierra y dio una vuelta sobre sí mismo, dejando en el suelo una mancha de sangre espumosa. Sin embargo, desde allí levantó su pistola, afinó la puntería y apretó el gatillo una vez más, mientras las balas llovían a su alrededor. Los curiosos vieron que el hombre que seguía de pie se estremeció mientras las balas traspasaban su cuerpo. Uno, dice que vio “como una corona de sangre que le saltaba del pecho”, que lo escuchó dar un alarido y lo vio caminar dos pasos hacia atrás, siempre disparándole a su enemigo. Pero este lo hirió de nuevo y, cuando se terminaron las balas en los cargadores, el hombre dio un último paso hacia atrás, se llevó una mano al pecho, soltó la pistola y empezó a caer de rodillas, con una máscara de dolor en el rostro. La sangre le empapaba la camisa y ahora respiraba con dificultad. Fue en ese momento que apareció un tercer hombre. Este iba desarmado y gritaba pidiendo que detuvieran la matanza. Era el alcalde del pueblo. En pocas zancadas se acercó al hombre que estaba de rodillas y se agachó para verlo mejor, pero se dio cuenta de que las heridas eran graves. Entonces, lo levantó en brazos y, casi de arrastras, lo subió a su camioneta en un intento por salvarle la vida. Pero aquel hombre estaba condenado a muerte.
Juicio
“El alcalde lo mató, señor juez –dijo el testigo, levantando la voz–, nosotros vimos cuando lo obligó a bajarse del carro y le dijo que se pusiera de rodillas, así herido como estaba; después, le disparó un montón de veces más”.
El segundo testigo prestó juramento y, después de carraspear para aclarar la garganta, dijo, con tono solemne:
“Yo vi cuando él alcalde le disparó, señores jueces”.
Hablaba despacio, como si quisiera asegurarse de ser escuchado.
“Lo que dice mi compañero es la puritita verdad –agregó–; el alcalde le dijo al herido que se bajara del carro, que se pusiera de rodillas en la calle y, después, sin piedad le disparó unos cinco tiros más, y se los disparó así, a quemarropa, de cerquita”.
Defensa
“Honorable tribunal –dijo uno de los abogados defensores, cuando le llegó su turno de hablar–, esta defensa se propone demostrar que nada de lo que han dicho los testigos entrenados por el Ministerio Publico…”
“¡Protesto, señor juez! La defensa está haciendo…”
“Protesta aceptada –dijo el juez que presidía el tribunal–. El señor defensor se abstendrá de hacer comentarios infundados que en nada ayudan a la justicia”.
El abogado defensor no dijo nada.
“Los testimonios de los testigos son falsos, señor, juez… Mi cliente, en un deseo natural de salvar la vida a su primo, lo recogió malherido de la calle, lo subió en su vehículo y lo llevó hasta el centro de salud más cercano… Por desgracia, el señor ya iba muerto…”
“Según el mismo acusado ha dicho –murmuró el juez, con rostro cansado–, tardó entre veinte y treinta minutos en llegar al lugar donde supuestamente le darían asistencia médica a su pariente malherido; ese es, más o menos, el tiempo que pasó entre la balacera y el hallazgo del cuerpo… ¿Por qué se tardó tanto en llegar si las distancias en ese pueblo son cortas?”
El abogado defensor se quedó sin palabras, el fiscal enseñó los dientes en una sonrisa de triunfo, y la sala se llenó con un murmullo que pareció el zumbido de un enjambre de moscas. El acusado palideció más todavía.
“Señor juez –dijo, al fin, el defensor–, cuando el señor alcalde llegó al centro de salud, su primo ya había muerto… El, en ningún momento, le hizo daño; solo quería salvarle la vida. Esta defensa tiene testigos de lo que realmente sucedió”.
Fiscal
Las horas pasaban y los testigos desfilaron uno tras otro. Unos a favor del acusado, otros sosteniendo que él era el asesino. Hasta que la defensa, arrinconada como estaba, hizo su última jugada.
Pido al honorable tribunal –dijo el abogado–, la venia para que entre a esta sala el Doctor Denis Castro Bobadilla, consultor de la defensa”.
El doctor Castro, apoyándose en su bastón, con las manos enguantadas y avanzando despacio, entró saludando con una corta reverencia al tribunal; luego, ocupó su lugar.
“Para empezar, su señoría –dijo, puesto de pie–, he de hacer notar que el médico que firmó la autopsia de la víctima no fue quien realizó dicha autopsia… ¿Cómo, entonces, el Ministerio Público, presenta a este honorable tribunal documentos falsos?”
Un murmullo inundó la sala. El fiscal dio un salto pero guardó silencio.
“Además –añadió el doctor–, la persona que firma no posee el título que se acredita, por lo cual el informe de la autopsia carecer de valor al ser firmado por alguien que no está habilitado legalmente para ello…”
El murmullo se hizo más fuerte.
“Lo que nos lleva a concluir que el protocolo de la autopsia es dudoso al presentar claros indicios de fraude por parte de los responsables”.
El fiscal protestó.
“Hemos oído de boca del médico del Ministerio Público que él fue quien realizó la autopsia del cuerpo –siguió diciendo el doctor Castro cuando el juez denegó la protesta al fiscal–, pero quien lo firma es otra persona, quien en la fecha en que se realizó la autopsia ni siquiera estaba en la morgue…”
El discal empezó a sudar a pesar del frío.
“Ahora, honorables señores jueces –dijo el doctor Castro–, sabemos que la víctima recibió dos disparos en el corazón, uno en un pulmón, otro en el segundo y otros disparos en el abdomen, y sabemos que aun así, no murió en el acto, como podrían esperar algunos. La víctima, aun con vida, fue llevada a un centro asistencial pero no soportó las heridas”.
Hubo un momento de silencio.
“Es un hecho científico que el corazón, aunque esté herido, puede seguir latiendo –añadió el doctor–, sin embargo, en cada latido derramaba la sangre dentro del cuerpo de la víctima. Esto, unido a las heridas en pulmones y abdomen, causó que los riñones colapsaran y que, a pesar de que el señor respiraba, la muerte fuera inevitable… Era imposible que este hombre sobreviviera…”
“Eso solo prueba que el alcalde le disparó a quemarropa a su primo” –gritó el fiscal.
“Señores jueces –dijo Denis Castro, sin perder la calma–, sabemos bien qué huellas dejan en la ropa y en la piel de la víctima los disparos hechos a quemarropa… Señales de ahumamiento de pólvora y de quemaduras que no se observan en el cuerpo, sino, todo lo contrario. Las marcas que tiene el cadáver en la piel son anillos de contusión rosados que se formaron al entrar las balas en el cuerpo, balas que fueron disparadas desde una distancia no mayor a siete metros. Con esto, la Ciencia Forense descarta que el señor haya recibido disparos a quemarropa…”
Hubo un nuevo silencio. Todos los ojos estaban fijos en el doctor Castro, menos dos: los de un representante del Ministerio Público. Este veía al fiscal, que sudaba, y sonreía maliciosamente.
“La hemorragia fue copiosa –añadió el doctor–, y en su mayoría se derramó en el interior del cuerpo, por lo que me atrevo a asegurar que desde el momento en que fue herido hasta que la sobrevino la muerte, el señor no vivió más de diez minutos. Y hay que tomar en cuenta el tiempo que pasó antes de que el señor alcalde llegara a auxiliarlo, lo levantara del suelo, lo subiera al carro, y corriera a buscar ayuda”.
El murmullo volvió a estremecer la sala.
“¿Cuántos casquillos de bala fueron recuperados en la escena? –preguntó, después, el doctor–. Vemos que el número coincide con las heridas de las dos personas… Por lo tanto, el señor no recibió otros disparos como asegura el Ministerio Público”.
El fiscal quiso protestar.
“Y –dijo el doctor, levantando un índice al cielo–, en el caso de que fuera cierto que al señor le dispararon a quemarropa, tuviéramos en el cuerpo señales de ahumamiento por pólvora y quemaduras por la deflagración de esta, y nada de eso dice el protocolo del informe de la autopsia, y no lo dice porque no existen… Conclusión, el señor murió a causa de la hemorragia causada por las heridas recibidas en la balacera en la calle donde se dieron los hechos… No recibió más disparos, señores jueces. Está científicamente comprobado”.
El doctor Castro guardó silencio, recogió sus documentos, cogió sus guates y el bastón, hizo una reverencia al tribunal, y pidió permiso para retirarse. Eran casi las cuatro de la tarde y el frío llegaba a diez grados.
Nota final
Hace unas semanas, el alcalde fue declarado inocente. Para muchos fiscales del Ministerio Público, el doctor Castro seguirá siendo una pesadilla y seguirán padeciendo del “Síndrome Denis Castro”.
“Viejo, hijo de… –exclamó un fiscal–, otra vez se cag… en nosotros…”.