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La llegada al poder de un grupo de mujeres en América Latina en los primeros años del siglo XX, como lo eran los casos de Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, por citar tan solo algunas, generó grandes esperanzas y expectativas muy positivas en todo el continente.
Sin embargo, muy pronto comenzaron a aparecer problemas y la inercia del pasado, que atrapa tanto a hombres como mujeres sin distinción, se hizo presente y se vieron claros cuáles eran los límites desde donde podían ejercer sus responsabilidades, que eran, ni más ni menos, los que señalaba el sistema.
Tres mujeres, tres historias
Cada uno de estos tres casos es muy diferente entre sí, pues la realidad latinoamericana no es homogénea, sino que es un continente plural, diverso y con culturas políticas muy diferentes de una nación a otra. Por ejemplo, el caso de Rousseff constituyó un fiasco no esperado ni anunciado, pues el momento político, social y económico que atravesaba Brasil era un ejemplo exitoso de cómo hacer las cosas.
En efecto, tras varios años de gestión ejemplar en todos los órdenes e impoluta en los que se refiere a la corrupción, el presidente Luiz Ignácio Lula da Silva (2003-2011) cedió el testigo a Dilma Rousseff, una exguerrillera con una larga vocación política y muy ligada a su antecesor en todos los sentidos.
Dilma Rousseff
Se esperaba una transición tranquila, un aterrizaje suave sin contratiempos, pues la herencia recibida mostraba un balance muy exitoso. La economía funcionaba bien, millones de brasileños habían salido de la pobreza, la sociedad respiraba tranquila tras décadas de zozobra y el país era considerado una potencia mundial sin más eufemismos, quizá la gran esperanza para el continente.
Lula salía por la puerta grande de la máxima magistratura del Brasil, era aclamado por amigos, enemigos y una comunidad internacional que asistía atónita al gran éxito político y económico de Brasil en el siglo XXI.
Sin embargo, como se vio más tarde, lo único previsible en política es que todo es imprevisible. En marzo de 2016, y como un rayo inesperado que anunciaba la tormenta que estaba por llegar, Lula era arrestado por la policía brasileña. Su casa fue allanada en búsqueda de pruebas concluyentes.
Al parecer, el ya expresidente Lula está implicado en el caso Petrobras y su detención, junto con la entrada de la policía en su casa, se enmarcaba en la operación anticorrupción Lava Jato, que lideraba el juez Sergio Moro.
El asunto relaciona a Lula, junto con otros políticos y empresarios, en una trama de sobornos usando los recursos de la empresa pública Petrobras.
Lula habría recibido unos ocho millones de dólares entre pagos por conferencias, viajes, regalos y otras dádivas. Como dato escabroso, hay que reseñar que el tinglado mafioso hasta le amuebló la casa y le rehabilitó el apartamento donde vivía el reconocido líder izquierdista.
A partir de ese momento, de la caída del mito Lula, la bola de nieve se precipitó sobre la montaña y no hacía más que crecer y crecer, amenazando con transformarse en un alud y arrasar con todo, incluyendo a Rousseff.
Los brasileños, llenos de ira y rabia, se echaron a las calles, demandando responsabilidades a una clase política que hacía la vista gorda y exigiendo luz y taquígrafos ante el gran escándalo de Petrobras.
Al tiempo, la crisis económica hacía mella en el país, la inflación se disparaba, el poder adquisitivo decrecía, los Juegos Olímpicos eran vistos como una quimera para distraer la atención de los verdaderos problemas y el pesimismo se extendía por toda la sociedad, de izquierda a derecha y de abajo a arriba, socialmente hablando.
Ese clima precipitó una notable caída en la popularidad de la presidenta, cada día más desconcertada y con poco músculo político para hacer frente a la crisis. Rousseff no cayó porque su partido estuviera implicado en la trama de corrupción, que sí lo estaba, claro, sino porque no supo tener ni olfato político ni reflejos para hacer frente al golpe que se le venía encima. No supo alejarse de su mentor Lula, y por eso su caída fue heroica. De héroes están los cementerios llenos.
El “impeachment” contra Dilma Rousseff fue presentado en el legislativo brasileño porque, supuestamente, la presidenta había violando las normas fiscales del país, en una clara vulneración de las leyes brasileñas, y maquillado el déficit presupuestario de un forma clara.
En el verano del 2016 se presentó dicha destitución, que fue aprobada por una amplia mayoría entre las que se encontraban algunos de los que hasta entonces eran sus aliados, y en septiembre Rousseff era ya historia.
El país contaba con un nuevo presidente, el derechista Michel Temer, y parecía que se cerraba un ciclo gobernado por la izquierda que parecía eterno.
La inercia de un sistema pervertido caracterizado por la corrupción, las malas prácticas de una casta política viciada por las peores mañas y el agotamiento, en definitiva, de una concepción caudillista de la política de la que bebía incluso el mismo Lula, junto con otros elementos, lastraron la discutible gestión de la primera presidenta de la historia de Brasil.
Michelle Bachelet
El gran éxito político de la transición chilena ha sido el de haber conformado una gran coalición de demócratas, de todos los colores, con el fin de llevar a buen puerto el cambio democrático y consolidar el crecimiento económico heredado sin torcer el rumbo hacia experimentos fracasados, como han hechos otros en el continente que han llevado al desastre a sus naciones.
Fruto de esa cultura política, una socialista de pura raza, que incluso fue torturada en la dictadura y cuyo padre murió en ese período en oscuras circunstancias, llegó a la presidencia de Chile en dos ocasiones (2006-2010 y 2014-2018), rompiendo todos los paradigmas en un país machista y conservador y elevando a la máxima magistratura, por primera vez en la historia, a una mujer.
América Latina: la herencia del pasado, una cultura política dominada por el torbellino populista que aún perdura y la ausencia de un sistema político condicionado por eso que existe en toda democracia que se llama como la exhibición de los famosos checks and balances, es decir, los controles y contrapesos que deben existir en una democracia que merezca tal nombre.