Rigo lo encontraron muerto en la sala de su casa, en el Barrio Arriba de Comayagua. Lo mataron a cuchilladas. Varios testigos le dijeron a la Policía que escucharon gritos, como de alguien que peleaba por su vida, y que se escuchó también como si tiraran cosas por todas partes. Además, un testigo dijo que la puerta de entrada estaba abierta y que algo como un bulto envuelto en una sábana se veía tirado en el piso, y que parecía que tenía bastante sangre. Cuando la Policía llegó a la casa, comprobaron estas palabras. En la sala estaba el cuerpo de Rigo, envuelto en una cobija manchada con sangre.
“Yo escuché gritos –le dijo un testigo a Lilia, la agente de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI), que llegó a la escena del crimen–, y eran gritos de dolor, gritos desesperados, como si estuvieran matando a alguien...”.
“¿Cuánto tiempo duró eso, señor?” –le preguntó Lilia, también conocida entre sus compañeros como “La Chuchis”.
“Unos tres o cinco minutos –respondió el testigo–. Primero fueron gritos, como si varias personas se estuvieran peleando; después fueron gritos de dolor…”.
“¿Usted vio entrar o salir a alguien?”.
“No, yo no, pero mi esposa sí”.
Lilia, “La Chuchis”, habló con la señora.
“Mire –dijo esta–, yo conocía bien al dueño de la casa… Se llama Rigo… Bueno, se llamaba, si es que es él el que está muerto allí…”.
La mujer hizo una pausa.
“¿Sabe a qué se dedicaba el señor?” –le preguntó Lilia.
“Era prestamista –respondió la mujer–, y, según dicen, tenía mucho dinero... Les prestaba dinero a barberías, puestos del mercado, tiendas pequeñas, taxistas, vendedores de lácteos, les compraba el sueldo a muchos maestros, y… así trabajaba él…”.
“Bien. Dígame si vio entrar o salir a alguien de la casa, por favor…”.
La mujer guardó silencio por un momento, como si ordenara los recuerdos en su cabeza.
Luego, dijo:
“Yo estaba barriendo la acera del frente de mi casa cuando vi que se estacionó la camioneta de don Rigo, allí… Y se bajó él con tres muchachos… tres cipotes… Venían platicando y él abrió la puerta con una llave, y entraron… A mí no me extrañó porque siempre venía acompañado a la casa…”.
“¿Vio usted a los muchachos? –la interrumpió “La Chuchis” –. O sea, lo que quiero decirle es que si los reconocería usted al verlos…”.
“No, no los vi bien. Solo a él, y a tres más, pero no sé cómo son…”.
“Y, ¿los vio salir?”.
“No, yo no. Cuando escuchamos los gritos, nos encerramos en la casa porque hay cosas en las que a uno no le conviene meterse… Usted me entiende… Él traía siempre… amigos a la casa, y, aunque era muy educado y muy respetuoso con todo el mundo, pues… ya se imagina usted a qué venían esos hombres…”.
“¿Cómo así? No le entiendo bien”.
Un hombre intervino ante el silencio repentino de la mujer, y dijo:
“Es que él era gay, señora”.
La escena
A Rigo lo mataron en el dormitorio principal del segundo piso de la casa. Tenía varias heridas de cuchillo en la espalda, en el pecho, en los brazos y en las manos. Su sangre se derramó en la cama y en el piso, y había dejado una mancha larga en las gradas.
“Los asesinos lo envolvieron en la cobija –dijo “La Chuchis” –, y lo bajaron arrastrándolo por las gradas, seguramente para sacar el cuerpo de la casa e ir a botarlo a otro lugar”.
“Pero no pudieron” –le dijo uno de sus compañeros.
“Pues, parece que no –respondió Lilia–, y es porque este hombre era demasiado alto y pesado para ellos, si es que son cipotes los que lo mataron, como dijo la señora… Además, creo que se asustaron porque la gente escuchó los gritos, y tal vez creyeron que la Policía les iba a caer pronto en la casa”.
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“Sí, por eso dejaron el cuerpo tirado en la sala”.
“Y salieron rápido porque hasta dejaron la puerta de la sala abierta”.
“¿Y la camioneta de la víctima?”.
“Ellos se la llevaron, pero ya la vamos a encontrar… Comayagua no es tan grande, y creo que si los asesinos son cipotes, como dicen, la van a tener por allí, o van a andar paseando en ella… Y, donde encontremos el carro, vamos a encontrar a uno de los criminales, y con este, a los demás… ¿Tenemos los datos del vehículo?”.
“Sí, ya los tenemos”.
“Excelente. Hay que pasarles el dato a los preventivos… por si ven la camioneta por allí”.
Preguntas
Rigo estaba muerto. Era amigo de muchachos a los que les daba dinero, les compraba ropa, perfumes y llevaba a comer a los centros comerciales. Algunos testigos le dijeron a “La Chuchis” que siempre se le veía con dos o tres cipotes. Además, él vivía solo en su casa del Barrio Arriba, y, al parecer, no tenía familia. Y ahora estaba muerto, asesinado a cuchilladas. Pero, ¿por qué lo habían matado? ¿Qué ganaban con su muerte los asesinos? ¿Cuáles eran los motivos del crimen?
Los técnicos de inspecciones oculares encontraron en una cartera, de esas que se cuelgan en la cintura y a las que se les llama “mariconeras”, una libreta pequeña con los nombres de las personas que le debían dinero a Rigo. Era una lista larga, aunque las cantidades no eran tan altas.
“No creo que alguien haya pagado por la muerte de este hombre –dijo “La Chuchis” –; no veo aquí a alguien que le deba más de diez mil lempiras… Y, me imagino, que tenía buena relación con sus clientes porque lleva un registro detallado de los pagos, y parece que todo está en orden…”.
Lilia descartó esta posibilidad, y luego, descartó el robo como motivo del crimen.
“Aquí hay dinero” –le dijo uno de los técnicos, sacando varios rollos de billetes de quinientos lempiras de la mariconera.
“O sea, que lo mataron por otra cosa” –dijo Lilia.
“¿Por qué podría ser?”.
“Pues, tal vez porque los cipotes se creían poderosos ante él, que los consentía, les pagaba y los necesitaba para sus… placeres, y, por alguna razón, se disgustaron, empezaron a discutir, se pelearon, y todo terminó en violencia, y con la muerte del señor. Recuerden que los testigos dicen que empezaron a escuchar gritos de personas que se peleaban”.
“Entonces…”.
“Hay que buscar el carro, y vamos a identificar a los muchachos que acompañaban a la víctima…”.
“¿Cómo vamos a hacer eso si nadie los vio?”.
“Siempre hay alguien que ve más de lo que la Policía se imagina –replicó Lilia–; si no fuera así, los crímenes serían perfectos y se quedarían sin castigo… Ya vas a ver cómo alguien sí sabe quiénes son los que se llevaban con don Rigo”.
“¿Qué hacemos ahora?”.
“Pues, como que ya no queda mucho qué hacer aquí…”.
Uno de los técnicos de inspecciones oculares la interrumpió.
“Aunque hay desorden en el cuarto, parece que no robaron nada… Hay joyas, perfumes finos, ropa y zapatos caros…”.
“Y está el dinero de la mariconera –dijo “La Chuchis” –. No, el motivo no fue el robo. Creo que fue por cólera, por una muestra de poder de los asesinos sobre su víctima, a la que subestimaron por ser gay, a pesar de que era bueno con ellos…”.
“Es posible”.
“Pero los vamos a encontrar y van a terminar en la cárcel”.
El oficial
“La Chuchis” regresó a la oficina y presentó su informe al jefe de la DPI.
“¿Cómo estuvo eso?” –le preguntó el subcomisario, sin hacer caso del informe.
“Lo mataron a cuchilladas, señor” –respondió Lilia.
“Eso ya lo sé…”.
“Entonces, señor, ¿qué es lo que quiere saber? Todo está en mi informe”.
El oficial levantó la mirada y clavó sus ojos en el rostro sereno de Lilia.
“Quiero resultados”.
“Tenemos testigos y vamos a identificar a los sospechosos, señor… El caso acaba de ocurrir, y estoy empezando la investigación”.
“¿Quién está empezando la investigación?”.
“Yo, señor, y mi equipo”.
“Y, ¿quién la puso a usted al frente de este caso?”.
“No le entiendo, señor”.
“Este caso lo va a llevar alguien que sí entiende de investigación criminal, y ese va a ser un hombre; las mujeres solo sirven de adorno, y no me agrada mucho verlas en trabajo de calle…”.
“Eso es discriminación, señor”.
“Tal vez…”.
“Las mujeres somos tan capaces como los hombres para hacer este trabajo, y muchas veces, hasta somos mejores”.
“¿Mejores? ¡Ja! Sí, ¿verdad? Pues, sea como sea, y piense lo que usted piense, este caso lo va a llevar un hombre…”.
“Yo puedo investigarlo igual y hasta mejor que un hombre, señor”.
“¿De verdad?”.
“¡Claro!”.
“Ah”.
“¿Sabe usted, Lilia, con qué tipo de gente se está enfrentando?”.
“Solo sé que son criminales, señor, y desde que decidí entrar a la Policía, sabía que es con ese tipo de gente a la que me iba a enfrentar… Y eso no me da miedo. Mi deber es encontrar a los asesinos de don Rigo, y no veo yo la razón por la que usted me está sacando del caso…”.
El oficial bajó la cabeza y escondió una sonrisa maliciosa.
“Y, ¿qué es lo que tiene?” –le preguntó.
“Testimonios de testigos, el carro desaparecido, un crimen horrible y ganas de resolverlo, señor”.
La sonrisa del oficial se hizo más amplia.
“Bueno –dijo–, pero quiero resultados y no puro bla, bla, bla… ¿Entendido? O le asigno el caso a otro… ¿Estamos?”.
“¡Entendido, señor!”.
Saludó “La Chuchis”, hizo chocar los tacones de sus botas, y dio media vuelta. Dice que, al retirarse, sintió la mirada del oficial recorrer cierta parte de su espalda…
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA