TEGUCIGALPA, HONDURAS.- (II Parte) Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres.
Una estudiante del Instituto Central Vicente Cáceres sale de clases y, con unos compañeros, pide jalón en el bulevar de las Fuerzas Armadas, en Comayagüela. Un hombre, en un carro alto, los lleva.
Lea aquí: Un caso de Gonzalo Sánchez (Parte I)
Los muchachos se bajan en la colonia Cerro Grande, y la niña, que va en la cabina con el chofer, le dice que ella va más allá, y que le haga el favor de llevarla. Pero nunca llega a su casa. La encuentran muerta, con un balazo en la cabeza, desnuda y su cuerpo, boca arriba, está dentro un círculo formado con su ropa. A Gonzalo Sánchez le corresponde encontrar al criminal y hacerle justicia a la niña.
Ropa
María Natalia Ávila y su hija Claudia Sofía Hernández estaban intrigadas. El caso de la niña del Central no solo les parecía grotesco y cruel, sino también un hecho sin sentido que debía ser castigado, y por eso presionaban a Gonzalo Sánchez para que terminara de explicarlo mientras hurgaba en el expediente amarillento y viejo.
Gonzalo, con una sonrisa, dijo:
“Un detalle importante, señoritas, es la ropa de la niña”.
“Eso queremos saber, abogado –dijo María Natalia–. ¿Qué es lo que significa?”.
“Si se fijan bien –respondió Gonzalo, señalando con un índice una fotografía–, la ropa está colocada alrededor del cuerpo, formando un círculo”.
“Ajá” –dijo Claudia Sofía.
Gonzalo se tomó unos segundos antes de continuar. Al final, dijo, levantando la frente y viendo a las dos mujeres:
“Trabajaba en ese tiempo con nosotros una psiquiatra cubana, experta en análisis de la escena del crimen. Se llamaba Teresa García. Teresita. Y es una excelente profesional”.
Hizo una pausa.
“Ella analizó la escena y, juntos, concluimos en que el círculo que formaba la ropa era una especie de ritual. El asesino cogió las prendas y las puso en orden alrededor del cuerpo desnudo”.
“Pero, hizo eso cuando ya había matado a la niña” –intervino Claudia Sofía.
“Exactamente” –exclamó Gonzalo.
“Y cuando ya la había violado” –dijo María Natalia.
Gonzalo levantó una mano, interrumpiéndola.
“Hay un detalle muy importante –dijo–; un detalle que nos ayudó mucho para hacer el perfil del asesino”.
“Y, ¿qué detalle fue ese, abogado?”.
Gonzalo las miró por un momento, como si quisiera aumentar la ansiedad de las dos mujeres.
“Pues que la niña no fue violada” –exclamó, hablando despacio.
“¡Qué! –exclamaron las dos mujeres–. Pero, si se la llevó hasta allí, fue para violarla –añadió Claudia Sofía–; para eso fue que la llevó hasta ese lugar…”.
“Así es –respondió Gonzalo–. Es lo que el asesino pretendía hacer”.
“Obligó a la niña a desnudarse” –dijo Claudia Sofía.
“Sí, a punta de pistola”.
Hubo un momento de silencio.
“Ajá, y cuando ya tenía desnuda a la niña, la obligó a costarse en el suelo… es lo lógico…”.
“Así fue… o, al menos, es lo que suponemos que pasó”.
“Entonces, ¿cómo es que usted dice que no la violó, si esas eran las intenciones del malvado ese”.
Gonzalo guardó silencio.
“No pudo” –dijo, al final de la pausa.
Detalles
Gonzalo miró a las mujeres que se vieron entre ellas por un momento. Estaban intrigadas.
“¿Cómo fue eso?” –preguntó la madre.
“Me parece algo absurdo” –comentó la hija.
“Sin embargo –respondió Gonzalo–, así fue. El asesino no pudo violar a la muchachita”.
“Entonces, abogado, ¿por qué fue que la mató si no la violó?”.
“¿Es que tenía miedo que la niña lo reconociera después?”.
“No, doña María –replicó Gonzalo–; no fue por eso”.
“¿Entonces?” –dijo Claudia.
“Pues fue porque no pudo violarla” –respondió Gonzalo.
“¿Cómo así?”.
Siguió a esto un momento de silencio. Gonzalo ordenaba las ideas en su cabeza.
Al final de la pausa, dijo:
“Verán. El hombre baja a la niña amenazándola con matarla si no accede a hacer lo que le dice. La lleva al sitio donde pretendía violarla, la obliga a desnudarse, siempre amenazándola con la pistola, y la niña obedece. Cuando él pretende consumar la violación, no puede… Y no puede, porque es impotente, porque no tiene… porque no funciona, pues… Y, por más que lo intenta, no reacciona, y no puede consumar la violación. Sí me comprenden, ¿verdad?”.
“Sí” –respondieron las mujeres, a coro.
“Bien –siguió diciendo Gonzalo–. Teresita, al saber que la niña no fue violada, entiende que la frustración del violador lo enfurece, pero, más que enfurecerlo, lo llena de vergüenza; no por la niña, sino por él mismo. Y esto significa que no es la primera vez que hace esto, y que no es la primera vez que se ve frustrado y desesperado ante su impotencia por realizar la violación…
Además, Teresita estaba segura de que era impotente ante relaciones normales, y que eso lo obligaba a alejarse de mujeres a las que podía conquistar o convencer, y optaba por violar a niñas o mujeres confiadas”.
“Entiendo” –dijo María Natalia.
“Entonces –añadió Gonzalo–, mata a la niña por la frustración que le produce su impotencia, y le dispara en la cabeza con una pistola de cuarenta milímetros”.
Las mujeres dieron un gritillo agudo.
“Después de matarla –dijo Gonzalo–, el hombre agarró la ropa de la niña y la puso en un círculo alrededor del cuerpo muerto. Hizo eso en un ritual que Teresita, la psicóloga cubana, define como muestra de frustración por la impotencia que padece. Lo que significa para él sigue siendo un misterio que tal vez no se aclare nunca”.
Cacería
Gonzalo le dio vuelta a varias páginas y, al final, se detuvo en una en la que aparecía una fotografía.
“Teníamos el compromiso y la obligación de encontrar al asesino –dijo, después–, y nos prometimos que lo encontraríamos, pero, al principio era difícil porque solo teníamos tres detalles. El primero, que el carro en que se fueron era un carro alto, o sea, un 4X4; el segundo, que el chofer era un hombre joven, no mayor de treinta y cinco años, y el tercero, que viajaba para esa zona de Olancho o por la carretera que va a ese departamento, quizá a Talanga o Guaimaca, o alguna aldea de esa zona”.
Calló Gonzalo, y María Natalia le preguntó:
“Y, ¿qué fue lo que hicieron?”.
Claudia Sofía intervino:
“Calma, mamá –le dijo a su madre–; ya lo vamos a saber”.
Equipos
Gonzalo se tomó un tiempo antes de continuar.
“Formamos varios equipos –dijo, poco después–. Un grupo de hombres y mujeres, de buenos policías de investigación criminal, se fue a Guaimaca; otro, a Talanga. Y pedimos el apoyo de las patrullas de carretera para que nos ayudaran a investigar a todo carro alto, o sea, 4X4, para ver si podíamos encontrar a un hombre joven, de unos treinta a treinta y cinco años, y que llevara encima una pistola de cuarenta milímetros…”. Hizo otra pausa.
“¿Cómo sabíamos que el arma con la que mató a la niña era una pistola de ese calibre? –preguntó–. Pues porque encontramos la bala en la cabeza de la niña, pero la encontramos deshecha porque era una bala explosiva. Y, aunque supimos que era del calibre cuarenta, no podíamos confirmarlo y menos podíamos encontrar señales, signos de la pistola en ellas. Fue por eso que Teresita nos dijo que teníamos que encontrar el casquillo de la bala. Y fue así que enviamos un equipo especial de inspecciones oculares con la misión de que encontraran el casquillo, costara lo que costara. Y después de rastrear el lugar donde la niña fue asesinada, y después de mucho trabajo, encontraron el casquillo. Era de una bala de cuarenta milímetros”.
Gonzalo guardó silencio de nuevo. Al cabo de un momento, dijo:
“Ahora, ya estábamos seguros de que el asesino manejaba un carro alto y que llevaba encima una pistola automática de cuarenta milímetros. Y les dijimos a los muchachos que detuvieran a todo carro alto que vieran circular en Talanga y en Guaimaca, para investigarlo, porque no sabíamos ni la marca del carro ni el color, ya que los muchachos, o sea, los compañeros de la niña, no lo recordaban o no se habían fijado bien en él”.
Siete
Una semana larga trabajaron los detectives en Talanga. Detenían, como en un operativo de rutina, a los carros altos de cabina y media, porque este detalle sí lo sabíamos, que el carro era de cabina y media, y como en esa zona abundan los carros así, la gente empezó a creer que arábamos en el desierto, pero, una mañana, detuvimos a un carro ocre, 4X4, de cabina y media.
“Buenos días, señor –le dije, personalmente, al chofer–, ¿nos permite sus documentos, por favor, y los del vehículo?”.
Gonzalo señala con un dedo una fotografía.
“Era un hombre joven –dice–, de treinta y dos años. No sé por qué, sentí una corazonada, y le pedí que bajara del carro para una inspección rutinaria, como hacíamos con todos. Él no se opuso y, de pronto, uno de mis muchachos encontró en la silla del pasajero, debajo de un periódico, una pistola de cuarenta milímetros”.
“¿Es suya el arma?” –le pregunté al hombre.
“Sí –me respondió–; aquí está mi permiso”.
“Excelente”.
Pasaron unos segundos.
“Vamos a hacer algo –le dije al hombre, añadió Gonzalo–; buscamos un carro 4X4 parecido al suyo, y a un hombre joven que lleva una pistola de cuarenta milímetros, como la suya”.
“¿Por qué?”.
“Porque investigamos el rapto, el intento de violación y la muerte de una estudiante del Instituto Central de Tegucigalpa… A la niña le dio jalón un hombre cerca del colegio, junto a varios compañeros, y apareció muerta y desnuda en un matorral en la carretera a Olancho… Por eso”. Gonzalo suspiró.
“El hombre se puso pálido –dijo–, y muy nervioso. Nosotros entendimos que tenía algo que esconder, y lo detuvimos. Yo sabía que habíamos capturado al asesino. Cuando lo llevamos a las oficinas de la Dirección de Investigación Criminal, mandamos el casquillo y la pistola al laboratorio, y, con carácter de urgencia, los analizaron. Esa pistola había disparado la bala asesina. Además, en el cargador andaba varias balas explosivas. Aquel hombre era el asesino de la niña del Central”.
Calló de nuevo Gonzalo, y dijo, después de una breve pausa:
“Le demostramos, científicamente, que él era el criminal, y confesó. Pero no dio más explicaciones, menos del ritual de la ropa. Lo condenaron a muchos años, y sigue en la Penitenciaría. Así resolvimos el caso”.
María Natalia y su hija Claudia Sofía sonrieron satisfechas. Este caso se escribe en honor a ellas, que son fanáticas de esta sección de diario EL HERALDO.
Lea aquí: Un caso de Gonzalo Sánchez (Parte I)