Una mañana brumosa y fría, un grupo de agentes de la sección de capturas de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), acompañados por un ayudante del fiscal, caminaban con dificultad, avanzando paso a paso por una vereda que se abría bajo el domo que formaban los tupidos árboles, en una montaña casi virgen del departamento de Intibucá. Habían dejado las patrullas a una orilla del camino real, y, guiados por dos policías de La Esperanza, buscaban llegar a un caserío perdido en la sierra. Tenían varias horas de caminar, y, aunque el paisaje era hermoso y lograron disfrutar, incluso, hasta del vuelo de un par de quetzales, las aves más bellas del mundo, la verdad era que aquel viaje se hacía cada vez más difícil. Había llovido la noche anterior, y el camino, esto es, la senda estrecha por la que avanzaban, bordeando, a veces, enormes abismos, estaba liso, a causa del barro que tardaba semanas en secarse. Sin embargo, tenían que llegar a su destino, en lo más alto de la montaña. Llevaban una orden de captura, y tenían que ejecutarla. Era su trabajo, y tenían que cumplir con la ley.
Siete eran aquellos hombres que, a eso de las doce del día, después de seis horas de haber salido de La Esperanza, llegaron al lugar que buscaban. Frente a ellos había un cerco de piedra de un metro de altura, más o menos, y que se extendía de derecha e izquierda, serpenteado, según el terreno, como si fuera un remedo de la Muralla China. Al otro lado, subiendo una colina húmeda y de tierra negra, había una plantación de papas, que se perdía a lo lejos; más allá, bajo la sombra de varios árboles frondosos y antiguos, había una colmena, y las abejas volaban libremente entre las flores. Siguieron por el camino que llevaba hasta una vivienda que se levantaba en lo alto de la colina, y salieron a recibirlos varios perros, a los que calmó la voz cansada, pero fuerte, de un anciano que acababa de ponerse de pie, dificultosamente y apoyándose en un bastón rugoso, y que los esperaba en el corredor de techo alto, de tejas, con el sombrero en una mano.
“Don Cipriano Coto -le dijeron-. ¿Usted es don Cipriano Coto?”.
“Yo soy, mijo... Yo soy Cipriano Coto”.
“Venimos a hablar con usted”.
“Pasen y siéntense -les dijo el anciano, temblando a causa del dolor en sus rodillas-. Siéntense... Vienen demasiado cansados, y creo que tienen hambre”.
“Don Cipriano -le dijo el agente a cargo del grupo-, venimos hasta aquí porque tenemos una orden de captura contra usted”.
“Ah, ¿sí?”.
“Sí... Aquí está”.
Don Cipriano se sentó en una vieja silla de reglas, apoyándose en el brazo de una mujer madura, que acababa de salir al corredor.
“No se agite, papa -le dijo-. Esto le va a hacer daño”.
“Ay, mija -musitó el anciano-. A mi edad, ¿qué es lo que puede hacerme daño, si ya tengo encima de mí todos los males?”.
“Pero después no puede dormir del dolor”.
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“Ta bueno, mija... Pero, antes de que estos muchachos se regresen a La Esperanza, hay que darles algo de comer... Prepárales una carnita asada, frijolitos, huevo y cuajada, y decile a Chinda que les haga tortillitas calientes... Vaya, mija”.
“No venimos a molestarlo, don Cipriano”.
“No es molestia, mijo... Siéntense, y coman antes de que se vayan... Dios nos manda que hospedemos como hermano al que llega a nuestra casa, porque muchos, sin saberlo, hospedaron ángeles... Vengan, y hablemos de eso de la orden que traen”.
“Mire, don Cipriano -dijo el agente, mientras sus compañeros se acomodaban en dos bancas de un solo tablón cada una, y descansaban-, la Fiscalía de La Esperanza lo acusa de...”
“Sí, sí, mijo... -lo interrumpió don Cipriano, levantando una mano de dedos torcidos a causa del reumatismo, llena de arrugas y de gruesas venas-. Ya sé... Eso no me asusta... ¿Qué puede asustar a un viejo de ochenta y dos años, que ya solo espera el momento de entregarle el espíritu a Dios?”.
“Hace seis meses, en una calle de La Esperanza, un hombre fue asesinado a balazos...”
“Iba en su carro... -dijo el anciano-; un carro nuevo, muchachos; nuevecito, recién sacado de la agencia... Y lo mataron a tiros... No pudo disfrutar del carro que le acababa de regalar su mamá... ¿Eso es lo que me va a decir? ¿Sí? Pues, no tiene nada que decirme; yo lo vi todo, porque yo fui el que mandó a matar a ese miserable; y le pido a Dios que me perdone por haberme hecho justicia por mi propia mano..., pero no tenía opción... Era lo que tenía que hacer”.
“Eso es como una confesión, don Cipriano -trató de interrumpirlo el agente-, y mi deber es decirle que tiene derecho a guardar silencio, a no decir nada, porque todo lo que diga podría usarse en su contra en un juicio”.
“Mijo -murmuró el anciano, viéndolo con sus ojos grises, cansados y húmedos a causa de las lágrimas que empezaban a acumularse en ellos-. ¿Ustedes saben por qué fue castigado Rumualdo? ¿Lo saben?”.
“Lo que sabemos es que fue emboscado, y asesinado”.
“Era lo menos que merecía”.
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OJO
En la casa empezó a sentirse un delicioso aroma a carne asada, a frijoles recién cocidos y a huevos fritos en manteca de cerdo. Y, quince minutos después, las tortillas recién hechas, la cuajada fresca y el refresco de pinol estaban en una mesa larga, y los policías empezaron a comer con mucha hambre.
Don Cipriano lloraba en silencio.
“Mijo -empezó a decir, dirigiéndose al jefe del grupo-, yo tenía una nieta; se llamaba Matilda... ¿Se acuerdan de ella?”.
“No, señor -dijo el agente-; no sabemos nada de ella”.
“Yo sí sé -dijo uno de los Clases de la Policía, que dejó de comer para intervenir en la conversación-. La muchacha se llamaba Matilda... Tenía diecisiete años, si mal no recuerdo”.
“Recuerda bien, mi sargento” -le dijo don Cipriano.
“Pues... Mejor cuéntele usted”.
Don Cipriano se agarró con las dos manos deformes al bastón rugoso, y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas arrugadas y amarillentas. Su pelo, blanco como el algodón, brillaba con reflejos tristes, si es que esto se puede comprender; triste como estaba su corazón. Y así lo dijo:
“Llevo una tristeza en mi pecho que ni Dios ha podido curarla -siguió diciendo-; es como si me hubieran arrancado un pedazo de mi corazón, y esa herida no se sanó nunca... Hoy, tengo un poco de paz, Y tengo esa paz porque castigué al que me hizo tanto daño”.
“Don Cipriano -le dijo el agente-; no puede seguir hablando... Eso lo va a perjudicar en el juzgado”.
“¿Hay algo más que pueda perjudicarme, mijo? -replicó el anciano-. ¿Hay algo que me dañe más, a mis ochenta y dos años, con artritis, y ya casi al borde de la muerte? ¿Ve esa plantación de papas? Tal vez no la vea florecer... Tal vez me vaya mañana... Hoy mismo, en ese camino por el que ustedes van a regresar a la ciudad”.
Hubo un silencio pesado, mientras todos comían.
“No lo maté yo... Hubiera querido dispararle, y hacerlo sufrir; pero apenas si puedo agarrar el bastón... Era necesario que fuera castigado, por lo que le hizo a mi nieta... a mi Matilda”.
El agente se estremeció. El fiscal designado dejó de comer.
“Cuéntenos la historia, don Cipriano -le dijo-. No vamos a tomar en cuenta lo que diga... Yo tampoco sabía la historia de Matilda”.
MATILDA
Tenía diecisiete años, era de baja estatura, pelo largo y liso, ojos almendrados, como los de los lencas, cara redonda y dientes grandes y blancos. Un día quiso ir a trabajar a la ciudad, para ir a la escuela, y un amigo de don Cipriano, que le compraba las cosechas de papas desde antes que las sembrara, le recomendó a una familia acomodada, donde la niña podría trabajar en la casa, e ir a la escuela, como era su deseo.
“Pero, un día, mi Matilda fue llevada de emergencia al hospital -agregó don Cipriano-. Dijeron que se había tomado dos pastillas para curar frijoles; que se había quitado la vida por su propia mano... Y, cuando la fuimos a reclamar, nos dijeron que tenía tres meses de embarazo”.
Don Cipriano calló por un momento. Las lágrimas, hirviendo, caían sobre sus manos.
“¿Cómo podía estar en ese estado mi nieta, señor? -preguntó, sin ver a nadie-.
¿Cómo? Ella era tan buena, tan centrada, tan honesta”.
Algo se atoró en su garganta.
“Esto pasó hace un año y días -añadió, después de un silencio largo-. La enterramos aquí cerca, para que siguiera con nosotros... Pero, yo sabía que me estaban mintiendo. Dijeron que encontraron a la muchacha en su cama, vomitando espuma y sangre, y que la llevaron rápido al hospital. Eso fue una madrugada. Y en el hospital murió. Solo tenía cuatro meses de estar en esa casa... Me dolía en el corazón su partida, porque era la única hija de Matilda, mi hija menor, que murió cuando ella nació... Su papá me la dejó, para irse a buscar la vida en otro país, y nunca volvimos a saber de él... Y yo la crie como si fuera mi propia hija... Dos años tenía cuando murió mi esposa, y ella me la recomendó más que si fuera su propia hija... Y yo la cuidé... Por eso es que me arrepiento de haberla dejado irse a la ciudad... Allí estaba su mal, esperándola... Su mal, ese miserable que ajusticiaron hace seis meses, y por el que ustedes han venido hasta aquí”.
Nadie dijo nada.
“Yo no sabía por qué mi niña se quitó la vida... No. Pero, hace como ocho meses, un buen amigo, del que no sabrán el nombre, y que es uno de mis clientes, me dijo que había sabido de la infamia que le habían hecho a Matilda... Yo me angustié, porque jamás me imaginé algo así. Y el amigo me dijo que había venido hasta aquí solo a decirme eso, porque era algo que no podía quedarse sin castigo”.
Hubo un nuevo silencio.
“A Matilda, su nieta, la violaron en esa casa, don Cipriano -siguió diciendo el amigo-; la violó el hijo consentido de doña Laura, la viuda de don Celeste. Y parece que la violación siguió, porque la tenían encerrada, hasta que se dieron cuenta que estaba embarazada, y doña Laura dijo que un hijo indio jamás iba a ser su nieto... Y una noche le dijo a Matilda que su hijo la iba a honrar, porque ella no quería regresar a esta casa deshonrada... Ella le creyó. Y la señora le dijo que se tomara unas vitaminas, para que el niño naciera fuerte. Y lo que le dio fue pastillas para curar frijoles. Dos pastillas, con jugo de naranja. A mí, quien me contó todo esto, es una muchacha con la que he tenido tratos, y que se fue de allí después de que Matilda muriera, por temor a que le hicieran algo a ella”.
Calló don Cipriano, y su voz cansada flotó en el aire por unos segundos.
“¿Qué podía hacer? -preguntó-. Mi niña era inocente... Aquel desgraciado se reía, vivía feliz, y estrenaba carro... y mi niña dormía para siempre en su tumba... Ese hombre le hizo mal de ojo, y mi niña no merecía tanto mal... Hoy, doña Laura, la millonaria, sufre lo que yo he sufrido”.
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Nadie dijo nada.
“Así es que pueden llevarme cuando quieran -siguió diciendo el anciano, como para poner fin a la conversación-. Es tarde, y van a llegar de noche a la ciudad; y más, cargando a un viejo inútil como yo”.
Tampoco ahora dijeron nada los agentes.
“No me pregunten quién me ayudó a castigar a ese miserable -dijo don Cipriano-. No voy a decir nada”.
TARDE
Eran casi las dos de la tarde, y el sol apenas se veía entre las espesas nubes.
“Tenemos que regresar -dijo el fiscal-. Ya es tarde”.
Don Cipriano se puso de pie con dificultad.
“Qué lástima que hicimos este viaje tan largo, y no encontramos al sospechoso -siguió diciendo el fiscal-; pero comimos delicioso”.
Y, despidiéndose de don Cipriano, y de sus hijas, el grupo empezó a bajar por el mismo camino, hasta llegar al cerco de piedras. Poco después se perdieron entre la espesura de los árboles. Don Cipriano se quedó en su silla, llorando en silencio, agarrando con fuerza su bastón rugoso.
“Dios -dijo-; Dios bueno y bendito... crea en mí un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí... Y límpiame de mi pecado... Quiero llegar limpio ante ti... Perdóname, mi Señor. Perdóname”.
Y, bajando la cabeza, la apoyó en sus manos calientes y deformes, y lloró hasta que se secó su corazón. A lo lejos, los agentes bajaban despacio, mientras empezaba a caer sobre ellos una brisa fresca y suave, como si el cielo también llorara...