Selección de Grandes Crímenes: El teléfono perdido

Siempre, la traición y el castigo van de la mano: puede disfrutar de esta historia también a través de un audio, dando clic en la nota.

  • 29 de septiembre de 2024 a las 00:00
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PERDIDAS. ¿Cuántas mujeres han desaparecido en Honduras en los últimos cinco años? O, mejor dicho, en los últimos tiempos. ¿Qué fue lo que pasó con ellas? ¿Dónde están? ¿Quiénes son los responsables de estas desapariciones? ¿Qué tan cierto es que, de cada diez mujeres desaparecidas, seis están muertas y sus cuerpos no serán encontrados jamás? ¿Cuántas de esas mujeres han sido raptadas para obligarlas a prostituirse? ¿Cuántas han sido víctimas de la furia o la venganza? ¿Cuántas verdades se han sabido en los últimos años?

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Este problema parece que no se detendrá jamás. La juventud y la belleza de unas las convierte en víctimas propicias para los traficantes de personas con fines de explotación sexual; las que sufrieron la violencia de una pareja criminal son víctimas más evidentes; pero, ¿dónde están muchas de ellas? Aunque la Policía trabaje en la investigación de estos casos, los indicios y las pistas son escasos, o demasiado débiles. ¿Dónde están las mujeres desaparecidas? Eso solo Dios lo sabe.

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Los casos se acumulan en la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) y desde hace mucho tiempo. Décadas enteras. Hoy, vamos a contar uno de esos casos.

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OPERATIVO

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Una tarde llena de sol, en la carretera que de Choluteca lleva a Guasaule, en la frontera con Nicaragua, la Policía Nacional hizo un operativo de rutina con la misión de detectar vehículos robados, personas indocumentadas, traficantes de drogas, de personas, de especies en peligro de extinción y de armas. Algo rutinario, como ya está dicho.

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Todo estuvo en orden la primera hora. Los vehículos se detenían, los agentes los revisaban, los dos agentes caninos hacían su trabajo, y el tiempo pasaba sin que nada ocurriera. Sin embargo, mientras un bus que iba hacia Guasaule avanzaba despacio a unos cien metros del operativo, la puerta se abrió de pronto y un hombre joven saltó del bus. El chofer le gritó, pero el muchacho no hizo caso. Abrió la puerta y saltó, con tan mala suerte, que se dobló un tobillo. El dolor lo hizo gritar, pero, aun así, empezó a correr hacia atrás, tratando de alejarse del bus. Dos policías vieron lo que sucedía, y llamaron a dos compañeros más. Corrieron hacia el bus, le preguntaron al chofer qué era lo que pasaba, y el hombre solo dijo que el pasajero lo había obligado a abrirle la puerta, y que saltó sin decir nada. Los policías corrieron para alcanzar al muchacho, y éste, con dificultad, se había alejado ya unos cincuenta metros, y trataba de entrar a un potrero en el que había un grupo de árboles grandes y viejos. Los policías lo detuvieron antes de que cruzara el cerco de alambre de púas. Cuando lo registraron le encontraron una identificación nicaragüense, un revólver .38, dos teléfonos celulares y tres mil córdobas. No llevaba lempiras. En una patrulla lo trasladaron al Hospital General del Sur, allí le dijeron que solo se había doblado el tobillo al caer, y que la inflamación cedería en una semana, igual que el dolor. Entonces, la Policía lo llevó para interrogarlo. Lo primero fue que el arma era ilegal. Lo segundo, los teléfonos. Uno estaba a su nombre. El otro, un iPhone de última generación, estaba apagado. Los policías pidieron ayuda a Tegucigalpa.

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“Yo trabajo por temporadas en Tegus -les dijo a los investigadores-; pero siempre regreso a Managua para pasar un tiempo con mi familia”.

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“Y ¿esta arma? No es tuya, por supuesto... ¿De dónde la conseguiste?”.

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“La compré por dos mil lempiras en la primera avenida de Comayagüela... Un man la estaba vendiendo, y yo vi la oportunidad. La llevaba para Nicaragua para venderla bien allá”.

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“Y ¿el iPhone? Porque ese teléfono no es tuyo.

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“Ese me lo hallé”.

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“¿Ah sí? Y ¿dónde se hallan teléfonos como ese?”.

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“Lo hallé en mi trabajo”.

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“Ajá... y ¿cuál es tu trabajo?”.

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“Mire, señor, yo no he hecho nada malo”.

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“En Honduras, portar un arma sin permiso y que no sea de tu propiedad es algo malo”.

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“Yo la compré para venderla”.

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“Ajá... Vamos bien... Y ¿el teléfono?”.

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“Me lo hallé en mi trabajo; ya le dije”.

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“Y ¿cuál es tu trabajo?”.

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“Soy vigilante en un motel, en Tegucigalpa”.

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“Ah, ya. ¿Qué más?”.

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“Pues, yo siempre subo a las habitaciones después que los clientes se van, para ver si dejaron olvidado algo que me pueda servir... Usted me entiende”.

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“Y ¿los clientes dejan muchas cosas olvidadas?”.

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“No siempre; pero esa tarde, como a las dos, subí a una habitación que acababan de desocupar, y revisé bien. Cerca de una pata de la cama estaba el celular tirado. Lo agarré, lo apagué, y me quedé con él”.

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“Y pensabas venderlo en Nicaragua”.

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“Sí”.

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“¿Cuántas cosas así has encontrado en el motel?”.

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“Cosas pequeñas como aritos, pulseras, pañuelos; pero nunca un teléfono”.

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“¿Hace cuánto fue que encontraste el teléfono?”.

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“Hace diez días”.

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“Ajá”.

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EL TELÉFONO

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Una hora más tarde, el agente que interrogaba al sospechoso recibió una llamada.

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“Tenemos el nombre del dueño del teléfono -le dijeron-. Se llama Ángel Daniel Zepeda Niño. Es un colombiano que tiene algunas empresas en Honduras”.

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“Excelente... ¿Ya se comunicaron con él?”.

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“No... Esperamos lo que van a hacer ustedes”.

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“¿Tiene reporte de robo?”.

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“Sí. Hace exactamente diez días, a las seis de la tarde. El teléfono lo usaba la esposa del colombiano, una mujer que se llama Susana... Le dijo que en un embotellamiento la obligaron a bajar el vidrio, y le robaron el teléfono. En ese momento lo estaba usando”.

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“Excelente. Pero, no hablen todavía con el dueño del teléfono. Todavía no”.

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“¿Alguna razón de peso?”.

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“Una muy grande... El teléfono no se lo robaron a la mujer... Ella lo dejó olvidado en un cuarto de motel... Y, por lo que parece, no era con el marido con el que andaba en ese lugar”.

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“Ah, ya”.

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“El vigilante de turno lo encontró al pie de la cama, y se quedó con él... Lo llevaba para Nicaragua, para venderlo. Y ¿del revólver qué tienen?”.

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“Nada más que fue traído de Estados Unidos, de contrabando... Fue vendido hace tres años en Florida, y aparece hoy en manos de ese hombre... Hay que llevarlo a Balística”.

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“El fiscal está de acuerdo que llevemos al sospechoso a Tegucigalpa, por lo del teléfono, pero fue capturado en Choluteca”.

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“¿Qué piensan hacer con lo del reporte del teléfono?”.

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“Avisarle al marido que fue encontrado”.

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“¿Con todos los detalles?”.

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“Somos la Policía, no un convento de santos”.

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“¿Lo citamos?”.

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“Para mañana a las nueve de la mañana... Pero, no le digan para qué lo llamamos y, sobre todo, decile que no hable con nadie de esta citación; ni siquiera con su mujer. Hacé que entienda bien este punto”.

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“Está bien”.

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LA CITA

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El colombiano era un hombre de unos cuarenta y ocho años, alto, fornido, sin ser musculoso, de rostro largo y atractivo, y pelo entre gris y negro, que llevaba cortado recientemente. Vestía con elegancia, y se notaba que era un hombre culto, aunque de ademanes serenos.

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“¿Reconoce este teléfono?” -le preguntó el agente, enseñándole el iPhone dorado.

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“Sí, señor... Creo que sí”.

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“¿Es de su propiedad?”.

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“Yo denuncié el robo hace once días hoy... Se lo quitaron a mi esposa en un embotellamiento”.

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“Sí; eso dice el reporte de la denuncia”.

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“¿Dónde lo encontraron?”.

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“Lo tenía un hombre que fue detenido en un operativo en la carretera a Guasaule, en Choluteca”.

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“¿Ese es el ladrón?”.

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“Sí, y no”.

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“No lo entiendo”.

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El detective hizo una pausa.

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“Dígame una cosa” -dijo, momentos después.

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“Ajá”.

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“Su esposa, ¿está en su casa?”.

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“¿Por qué lo pregunta?”.

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“Somos la Policía, señor. Preguntamos todo lo que creemos de interés”.

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“Pues, no, señor... Mi esposa viajó a Colombia hace una semana... Tres días después de que la asaltaron”.

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“¿Ella también es colombiana?”.

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“También. De Cali... Yo soy de Bogotá”.

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El agente guardó silencio por un rato más largo.

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“Vemos, señor, que usted investigó por su cuenta las llamadas, mensajes y la ubicación del teléfono de su esposa”.

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Le dijo esto, y puso un documento delante de él. Era un reporte en el que se detallaban las llamadas enviadas y recibidas del iPhone, la ubicación del aparato en cada momento en que fue usado, y una nota en la que informaba que el celular fue seguido desde el día del robo. Pero, desde las dos de la tarde, estaba apagado.

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“Imagino que sabe dónde es este sitio en especial, señor” -le dijo el detective.

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El hombre lo miró directamente.

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“¿Qué es lo que saben ustedes?” -preguntó.

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“Pues, creo que lo mismo que usted”.

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“No juegue conmigo, señor... No soy hombre de juegos ni de adivinanzas. Esta zona es la de un Mall. Allí fue la última vez que mi esposa hizo una llamada; y el GPS de su camioneta me dice que estuvo allí... Fue después cuando se lo robaron”.

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El agente se quedó pensando.

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“¿Confía usted en su esposa?” -le preguntó.

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“Como todos los hombres... Sí y no... Las mujeres, no todas, siempre tienen sus misterios”.

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El agente suspiró.

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“Bueno -dijo-. Tiene que llenar unos papeles para solicitar la devolución del teléfono”.

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“Está bien”.

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“¿Cuándo regresa su esposa de viaje?”.

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“Tal vez en unas dos semanas”.

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“Bien”.

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Dos semanas después, la esposa regresó. Diez días más tarde, salió de viaje con su esposo. Migración confirmó su salida hacia España. En Madrid confirmaron su llegada y, días después, su salida hacia Italia. Todo esto se supo cuando el padre de la mujer vino a Honduras, seis meses después del regreso de su yerno a Bogotá, solo. Les dijo que su mujer se había quedado unos días más porque quería conocer Venecia, y que él tuvo que regresar porque los negocios en Colombia no andaban muy bien. En Honduras le dijeron que no sabían nada de ella, y que no había vuelto a entrar al país.

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“Tampoco a Colombia -dijo el señor-. Y en Italia no hay registro de su salida”.

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“Tal vez sigue allí, haciendo turismo”.

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“¿Seis meses de turismo? ¿Y sin comunicarse con nadie, ni con su marido, ni con nosotros?”.

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El esposo no ha vuelto a Honduras. Ella no ha aparecido. Y esto que ha pasado mucho tiempo

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