ARCHIVO. En los Archivos de la Policía se encuentran expedientes viejos que, cargados de polvo, encierran en sus páginas casos criminales que ya se han olvidado. Algunos fueron resueltos desde los primeros tiempos de la Policía de Investigación Criminal, nacida como DIC; otros siguen en la impunidad, esperando que Dios les haga justicia a las víctimas. De muchos de estos casos, se han perdido detalles que ya los hacen imposibles de resolver; de otros, ya no existen las órdenes de captura; sin embargo, hay algunos que están allí, como una enfermedad latente, esperando el momento propicio para aparecer ante el criminal que, seguro de que el tiempo ha borrado su delito, se atreve a volver al lugar donde cometió su crimen. Este es el caso de don Roberto, un hombre de setenta y dos años que, deseando volver a su tierra, vino a pagar un delito casi tan viejo como él.
Por supuesto, llegar hasta donde don Rigoberto no fue cosa fácil para los detectives de la Dirección de Investigación Criminal (DIC). Cuando los policías llegaron a su casa, lo encontraron bañado en sangre, casi literalmente, llorando desesperado sobre el cuerpo de su esposa, a la que habían matado de muchas cuchilladas en el pecho y en el abdomen. Los bomberos y los policías tuvieron que batallar para apartarlo del cadáver.
Había sangre por todas partes. El rastro empezaba en el cuarto principal, donde había sangre en el suelo, cerca de la puerta del baño; seguía hacia afuera, por el pasillo que llevaba a la sala, y de aquí iba hacia la cocina, donde los policías encontraron a don Roberto, llorando sin consuelo.
Cerca de la cabeza de la mujer estaba un cuchillo de cocina, el que don Roberto reconoció como uno de los que usaba su esposa. Había desorden en el cuarto, en la sala y en la cocina, donde, en opinión de los detectives, la mujer había recibido la mayor parte de las heridas. Además, allí había más sangre, y se había derramado debajo de su cabeza y a un costado.
“¿Hace cuanto pasó esto?” -le preguntaron a don Roberto.
“No sé... Yo vengo llegando del trabajo, y me la encontré así, en el suelo... Creí que podía ayudarle llevándola a un hospital, pero cuando la levanté en mis brazos, ya no respiraba... Me la mataron”.
“¿Quién supone usted que hizo esto?”.
“No sé, señor; no sé... Ladrones, enemigos... No sé”.
“¿Cómo se manchó la ropa de sangre, señor?”.
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“¡Qué pregunta! Cuando llegué, la casa estaba sola, la puerta de la sala estaba forzada, como que alguien la abrió reventando el llavín; llamé a mi mujer, peo lo primero que vi fue la sangre en el suelo, y entonces fui al cuarto, y también allí había sangre; hasta que me vine a la cocina, y la encontré aquí, tirada boca arriba, tratando de respirar y de decirme algo”.
“¿Qué hizo usted después de encontrar así a su esposa?”
“Traté de ayudarla; pero, cuando la levanté, ya no respiraba, entonces la puse en el piso, y la abracé... No sé cuanto tiempo pasó, hasta que busqué el teléfono y llamé al 199... Entonces vinieron ustedes”.
“¿Alcanzó a entender lo que le decía su mujer?”.
“No, señor... Nada”.
“Bien... Por favor, retírese... Los técnicos de inspecciones oculares van a hacer su trabajo”.
“¿Qué trabajo?”.
“Buscar huellas, indicios, evidencias que nos ayuden a saber quién y por qué su mujer murió de esta forma, ¿entiende?”.
“Sí”.
“¿Tienen hijos ustedes?”.
“No... Mi mujer no pudo con los dos primeros embarazos... Se le cayeron a los dos o tres meses”.
“Cuántos años tenía su esposa?”.
“Treinta y dos, señor. Yo tengo cuarenta y dos”.
“Bien. Es necesario que nos responda a algunas preguntas y que lo vea el médico forense”.
LA ESCENA
“Mire, Carmilla, no había mucho que ver en la escena, a pesar de que era un mar de sangre por todas partes. Nosotros empezábamos en la DIC, yo apenas había cumplido veintiún años, y en esos días entraba a la Academia... Nos habían dado oportunidad a los civiles para que nos hiciéramos oficiales de Policía, pero aquel caso me interesó especialmente por la crueldad del asesino. Pero, también, por la inteligencia del criminal... Aunque había huellas de zapatos, eran solamente las huellas del esposo, Roberto, y coincidían con lo que había dicho... Desde la puerta de entrada a la sala, que había sido forzada, había huellas de zapatos en la dirección que él había dicho... En la sala, de la sala al cuarto principal, de aquí al pasillo, y del pasillo a la cocina, y los técnicos de inspecciones oculares encontraron huellas de pies pequeños, que eran los de la mujer, siguiendo la misma dirección. Y había huellas de otros zapatos, que no se encontraron nunca en la casa. Pero, había un detalle interesante. Aquellos zapatos no dejaron huellas al salir de la casa, lo que tuvieron que hacer, forzosamente, cuando el asesino se fue. Y decimos esto porque no había huellas más allá de donde estaba el cuerpo, y el patio estaba cercado por un muro de ladrillo, alto y con vidrios quebrados encima de una solera de cemento gruesa... Pero, aquel detalle no nos llamó la atención al inicio, hasta que los técnicos lo recordaron mientras estudiábamos el caso en la oficina”.
“¿Fue que el asesino salió volando?” -se preguntó uno de ellos al mostrar fotografías del porche y de la acera inmediata que daba a la calle principal.
“Es una buena observación”.
“Tal vez fue que el asesino se cambió de zapatos después de cometer el crimen”.
“Lo cual es imposible”.
“Así parece”.
“Ahora, veamos las heridas... Dice el forense que tenía treinta y dos heridas, y que la mujer murió desangrada. La mayoría de las heridas fueron en el abdomen”.
“Y fueron hechas con ira”.
“Así es”.
“Como si el asesino quisiera destruir algo...”
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“El niño que la mujer llevaba en su vientre... Porque, según dice el forense, la mujer tenía al menos dos meses de embarazo”.
“Y el marido dijo que su esposa había perdido dos embarazos anteriormente”.
“Hablamos con la mamá de la muchacha, y con las hermanas, y nos dijeron que ella no salió embarazada en los cinco años que tenía de estar con Roberto, porque él es estéril”.
“¿Y los embarazos que dijo el esposo?”.
“Nunca existieron”.
“Entonces, ¿por qué nos mintió?”.
“Pues, es sencillo... Supo que su mujer estaba embarazada; seguramente ella le pidió el divorcio, y él se enfureció, planificó matarla, y se aseguró de hacer todo bien para confundir a la Policía”.
“Entonces, el asesino es el propio esposo”.
“De eso podemos estar seguros, primero, porque la puerta de la casa fue forzada, para hacernos creer que alguien entró sin permiso; segundo, que la mujer estaba en la sala, donde fue atacada primero, y donde dejó bastante sangre. Aquí, los zapatos de Roberto se mancharon de sangre, y las huellas fueron hasta el dormitorio, salieron al pasillo y llegaron a la cocina. Cuando la mujer estaba muerta, él se abrazó al cuerpo para mancharse de sangre, y hacernos creer que quiso ayudarla, o, en última instancia, se echó a llorar sobre el cuerpo de la esposa muerta”.
“Fue por eso que no había más huellas en el piso que los zapatos de Roberto y los de la esposa”.
“Roberto llegó a su casa, vio la puerta forzada, vio la sangre en la sala; le importó poco mancharse los zapatos, y, con los zapatos manchados, fue al cuarto, después, al pasillo para ir a la cocina, donde la encontró agonizando, según él mismo dijo... Y, así, armó la coartada perfecta. Y tan perfecta, que no tiene heridas de ningún tipo, ni siquiera un rasguño, para decir que la esposa quiso defenderse del ataque”.
“¿Dónde está Roberto en este momento?”.
“En la casa de la mamá, en la colonia San Miguel... Está esperando el momento del entierro”.
“Vamos para platicar con él... Tal vez no vaya al entierro de su mujer”.
NOTA FINAL
Roberto, después de pasar un día horrible, tras la muerte de su esposa, había salido de la casa de su mamá a eso de las seis de la tarde. Nadie sabía hacia donde iba. Pero, treinta años después, Roberto regresó a su tierra. Alguien lo reconoció y avisó a la Policía. Cuando lo capturaron, no ofreció resistencia. Estaba viejo, cansado y enfermo. El cáncer de próstata lo estaba consumiendo.
Es verdad eso de que nadie se va de este mundo sin pagar las que debe, y eso de que los engendros de la Ira terminan destruyéndonos a nosotros mismos, es verdad.
AMIGO
Hace unos días cumplió cuatro años de haber muerto un gran amigo: Pablo Gerardo Matamoros. Lo recuerdo porque fue un hombre bueno y solidario; porque fue leal, trabajador, honesto y honrado; porque se portaba con sus amigos como se porta el hermano en tiempos de angustia. Pablo Gerardo fue un ejemplo a seguir, y yo lo recuerdo con cariño y con sincero agradecimiento por la amistad que me brindó desde que lo conocí, en los primeros días en que corría, de un lado para otro, llevando noticias para el recién nacido Hable Como Habla. Hoy, es un agradable recuerdo, y quienes lo estimamos de verdad, sentimos su ausencia. Eduardo Maldonado todavía honra su memoria con lágrimas, esas que nacen del corazón sincero, igual que Ariela, Patricia, Nelson, Claudia Lagos, Mariel, doña Melisa, Alex Cáceres, y todos aquellos para quienes fue un amigo, un compañero y un maestro. Pablo Gerardo vive en muchos corazones, especialmente en el de su esposa y sus hijos. Ya está en el cielo. Dios así lo quiso. Sirvan estas líneas como un sincero homenaje a mi buen amigo. Nos vemos en la resurrección.