Una doncella llamada Filiberta

Muchas veces, las pasiones más incendiarias terminan apagándose con dolor y amargura. Ahora también puede disfrutar de esta historia a través de un audio, dando clic en la nota.

  • 27 de octubre de 2024 a las 00:00
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FILIS. Era una niña muy bonita, de carácter dulce, agradable y educada. No muy alta, de piel color de miel, recién sacada del panal, ojos claros y grandes, boca pequeña, llena de dientes blancos y todavía en crecimiento, pelo largo y liso, que le llegaba hasta las caderas, negro como el carbón, y un cuerpo delgado, pero esbelto, que le daba aires de princesa. Así le decía su padre siempre, aquel hombre sencillo que la amaba con todo su corazón, como deben amarse los hijos, y como nos ama Dios, seamos buenos o malos. Se llamaba Luisa Filiberta, pero solo le decían Filis.

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Un día, cuando Filis cumplió los dieciséis años, estaba más bella que nunca. Se había puesto su mejor vestido, de dacrón floreado, falda amplia, con largos plises, se había puesto una diadema con flores en la cabeza, y lucía en su rostro la más radiante de las sonrisas. Además, brillaban sus ojos de alegría, y su madre, que le hacía los últimos retoques en el pelo, le decía:

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“Estás muy linda, hija. Vas a ser la esposa más bonita de todo Olancho”.

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Filiberta no dijo nada. La felicidad que llenaba su rostro hablaba por ella. Cuando salieron al corredor de su casa, en la aldea, allá en las montañas, cerca del río Guayambre, vio el cortejo que se acercaba. Al frente venía su novio, Cristino, vestido con sus mejores galas. A su lado, el papá, don Cristino, y su abuelo, llamado, también, Cristino. A la izquierda, su abuela, su mamá, atrás, las hermanas y los tíos, con sus esposas y los amigos más queridos. Venían a pedir la mano de Filis. ¿Cómo negársela a aquel muchacho de escasos veintiún años, que se había criado en el seno de la iglesia que fundó su abuelo, y que algún día le tocaría dirigir, como lo hacía ahora su padre?

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Era todo un hombre. Trabajaba la tierra, cuidaba el ganado, hacía adobes con sus propias manos, y estudiaba la Biblia con esa dedicación del que desde niño decidió seguir a Cristo. Y estaba enamorado de Filis. Y Filis estaba loca por él. Ella era la doncella más pura de la iglesia, y su madre, su suegra, sus abuelas, dos tías y dos hermanas y cuñadas, le habían hecho el traje de bodas, un bello vestido blanco con el que parecía la reina de las once mil vírgenes. Y el día del pedido de mano, había llegado. Era el primero de sus más felices días.

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“Vamos a vivir cerca de mis papás y cerca de los tuyos” -le había dicho él-; y, con sus hermanos y algunos amigos, construyó una casa de corredor amplio, dos habitaciones, cocina, sala y techo alto. Más allá, un horno, y un corral para los cerdos y las gallinas. La casa estaba a cincuenta metros de la de los suegros, a derecha e izquierda. Era porque ellos debían cuidar a sus padres cuando envejecieran.

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Pero, cuando el diablo mete las uñas en la vida de la gente buena, esta se trastorna, y, a veces, para siempre.

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CRIS

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Así le decían al muchacho desde niño. Y así lo siguieron llamando después de muerto. Y su muerte llenó de dolor a todos los que lo querían.

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Era una mañana fría de junio de 1990. Hallaron su cuerpo boca abajo, en el camino real. Estaba junto a un árbol de guanacaste, que proyectaba un lago de sombras sobre él. Lo habían atacado por detrás, y tenía una herida profunda en la cabeza.

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“Lo mataron de un machetazo -dijo el oficial del Departamento de Investigación Nacional (DIN), que llegó a reconocer el cuerpo, dos horas después-. El asesino lo estaba esperando, seguro de que el muchacho pasaba siempre por aquí para ir a su casa... Ahora, dígame alguien, ¿conocen a alguna persona que tuviera interés en ver muerto a este hombre?”.

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Nadie respondió.

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En realidad, ¿quién tendría interés en quitarle la vida a aquel hombre bueno, y del que solo cosas buenas se sabían? Pero, la verdad era que estaba allí, en el camino real, con la cara en el lodo, ya que había llovido la noche anterior, y los brazos extendidos hacia los lados. Bajo su cabeza había una mancha de sangre, coagulada ya, sobre la que revoloteaban las moscas y andaban algunas hormigas.

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El teniente del DIN hizo que todos se hicieran para atrás. Tenía que hacer su trabajo, y, personalmente, estaba indignado por aquel crimen, aunque nunca había visto a la víctima. Bastaba lo que le dijeron de él para detestar al asesino.

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“Es alguien que le tenía envidia -dijo, hablando con dos de los agentes que lo acompañaban-, porque este hombre no le hacía mal a nadie... Y creo que esa envidia le viene de alguien cercano a él; alguien a quien conocía muy bien, quiero decir...”

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“¿Un amigo, mi teniente?”.

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“Es posible. Y ese amigo quería su muerte porque deseaba quitarlo de su camino”.

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“Pero, ¿por qué?”.

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El oficial se acercó más a sus compañeros, como para que solamente ellos lo escucharan; y les dijo:

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“Ven a la muchachita que está llorando en los brazos de esas mujeres?”.

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“Sí, señor... Era la prometida de este hombre”.

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“Bien... Pensemos... ¿Alguien más quería a la muchacha para él? ¿Odiaba a Cristino porque él tenía a la muchacha, y él, o sea, el asesino, no la tendría jamás?”.

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“Es posible”.

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“Bueno... Hagamos nuestro trabajo; y no pierdan detalle de lo que dice la gente, de lo que vean alrededor de la escena, o de lo que miren y les parezca extraño”.

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“Entendido, señor”.

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+Selección de Grandes Crímenes: El poder de una mentira (parte I)

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HUELLAS

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El teniente se agachó sobre el cuerpo, con las manos hacia atrás. Era un hombre joven, delgado y alto, que, después de muchos años, llegó a general. Vio la herida en la cabeza. Era profunda. Lo habían atacado de arriba hacia abajo, una sola vez, y el machete entró profundamente hasta destrozar el cerebro y causar una muerte inmediata. El teniente caminó hacia atrás, hacia los pies del cadáver, y miró con atención en el suelo. Llamó a uno de sus compañeros.

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“Sargento” -dijo.

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“Sí, señor”.

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“Vea estas huellas... Aunque hay más huellas aquí, estas me parece que están antes de las de los curiosos...”

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“Me parecen de botas de hule, señor”.

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“Son planas, sin tacón, y están marcadas en el lodo, que se fue secando poco a poco.

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“Creemos que a este hombre lo mataron antes de la medianoche. Tal vez a las siete o las ocho, porque siempre regresaba de la iglesia a esa hora... Pero, ¿por qué venía solo anoche, si siempre alguien lo acompañaba?”.

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“Dicen que se quedó a arreglar unas cosas después del culto, y que él fue el que cerró la iglesia”, le dijo el segundo agente.

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“Bueno... Como que las cosas se van cuadrando... -dijo el teniente-. Ahora, espérenme aquí, y que nadie sepa lo que estamos haciendo”.

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El teniente caminó hacia atrás del árbol, sin dejar de ver el suelo. Era un árbol de tronco grueso, cuyas raíces sobresalían de la tierra. El teniente se agachó un poco más, y, en cierto punto, entre dos raíces altas, encontró algo que le llamó la atención. Eran varias huellas. Llamó al sargento.

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“Mire” -le dijo.

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“Son las mismas huellas del camino...”

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“O sea, que el asesino esperó aquí por algún tiempo. Salió por la izquierda, cuando el muchacho caminaba desprevenido, y lo atacó con todas sus fuerzas. Después, se fue a dormir tranquilo”.

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“Mire, mi teniente... -lo interrumpió el sargento-. Fíjese bien en las huellas”.

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“¿Qué tienen?”.

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“Las dos botas están gastadas del talón y de los dedos gordos; pero, fíjese bien en la izquierda... Tiene un corte, como si le hubieran arrancado una tira de hule”.

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El teniente se puso de rodillas.

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Era cierto. La bota izquierda, a la altura de los dedos, tenía una pequeña depresión, como si le hubieran arrancado una tira de hule de menos de medio centímetro de ancha, y de unos tres de larga.

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“Mirá si es la misma que está cerca del cuerpo” -le ordenó el teniente al segundo agente.

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Era la misma.

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“Excelente -dijo, después, poniéndose de pie-. Quiero que me reúnan a los amigos del muerto, a los jóvenes, y que no se nos escape ninguno”.

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Pronto, siete muchachos, con caras tristes, estaban frente al oficial. Éste los miró uno a uno, desde la cabeza hasta los pies. Tres calzaban botas de hule.

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“Estos tres” -dijo.

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Y sus compañeros apartaron a los tres muchachos.

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“Siéntense en el suelo -les ordenó el teniente-, con las piernas estiradas”.

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“¿Para qué?” -dijo uno.

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“Ya lo van a saber”.

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El muchacho dio un paso hacia atrás. El sargento le puso una pistola en la cabeza.

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“Mi teniente te dijo que te sentaras... ¿Para dónde vas, gallito?”.

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Y, empujándolo de un hombro, lo hizo caer al suelo. Los otros dos obedecieron sin decir nada. Los curiosos, alrededor, estaban ansiosos.

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El teniente le quitó la bota izquierda al rebelde. Tenía la fisura a la altura de los dedos.

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“Así que vos mataste a Cristino -le dijo-. Lo mataste por envidia...”

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“No, yo no fui...”

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“Las huellas de tus botas están claritas en el lodo, y la izquierda tiene marcada este corte... ¿Dónde tenés el machete?”.

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El hombre bajó la cabeza.

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“Yo fui -le dijo al oficial-. Él se iba a casar con Filis, y yo siempre he estado enamorado de ella”.

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+El paso a paso para un crimen (1/2)

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NOTA FINAL

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Dice el teniente, hoy general, que, antes de presentar al asesino a los juzgados, le “dieron un poco de medicina”. Llegó a Juticalpa con un brazo quebrado, las uñas de los dedos arrancadas, y sin los dientes de adelante. Dijeron que quiso escapar, y que se lesionó al caer sobre unas piedras. Y en aquellos días, lo que decía el DIN, así era. Condenaron a aquel hombre a treinta años de cárcel. Seguramente salió en libertad en el año 2020, a los cincuenta y cinco; y debe estar vivo, si es que la pandemia del coronavirus no se lo llevó. En la aldea, treinta y cinco años después, vive Filis, la doncella de la iglesia; guarda su vestido de novia, y lleva una gran tristeza en su corazón. No se casó nunca, y no se casará jamás. A pesar de que cumplió cuarenta y seis años, parece que tiene sesenta. Cuida de sus padres, ya ancianos, y vive de recuerdos; de dolorosos y tristes recuerdos.

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