TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Hoy llegamos a la edición número cincuenta de El Gran Vidrio; y para conmemorar esta trayectoria de dos años, hemos preparado este trabajo, cuyo asunto es un fragmento de un texto más amplio que tiene el mismo título, pero que aún permanece inédito. El contenido es válido para cualquier estudio sobre arte e identidad.
La pregunta que nos hacemos cuando tratamos de establecer las relaciones entre arte e identidad es ¿a qué cosa, a qué realidad o a qué situación debe ser idéntico el arte? O bien, podríamos preguntarnos, ¿es la búsqueda por identificarse con algo la premisa estética fundamental del arte? Y si así fuera, ¿qué es ese algo? La respuesta no es fácil si tomamos en cuenta la llevada y traída concepción de lo “idéntico” que ha cruzado a la filosofía desde la época antigua hasta lo que hoy llamamos mundo contemporáneo.
Cuando tradicionalmente se habla de identidad, se hace referencia al conjunto de valores histórico-culturales que aglutinan a un país, a sus regiones o pueblos. El problema es que la conformación de estos valores en el imaginario nacional, muchas veces se ha manipulado para construir una idea de identidad que favorezca los intereses del poder constituido. Para el caso, la historia oficial se ha encargado de ocultar la verdadera muerte de Lempira por temor a que los hondureños dejemos de pensar en él como un héroe; se ha magnificado el protagonismo de Santos Guardiola en la captura y posterior fusilamiento de Willian Walker, cuando su accionar estuvo más cercano al temor y a la indiferencia; así lo ha establecido Mario Felipe Martínez en el primer caso y, Porfirio Pérez Chávez, en el segundo.
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La conformación del llamado arte de “identidad nacional” ha estado condicionada por una percepción sesgada de lo nacional y de lo “idéntico”. En cierta medida, algunos artistas han intuido este error metodológico: por algo Ezequiel Padilla bajó a Morazán del caballo y Regina Aguilar se atrevió a descabezar a Valle. Paradójicamente, esta reflexión crítica desde el arte ha cuestionando a figuras paradigmáticas de la historia nacional, acercándonos a una nueva presencia de lo real y lo idéntico en términos históricos; nos muestra que los valores sólo pueden ser vehículos de cohesión social en la medida en que son dotados de referencialidades urgentes y vitales. Precisamente, en la renovación y a veces en la negación de lo “idénticamente establecido”, está la clave de la identidad.
En la mayoría de los casos, el arte ha cumplido el rol de ilustrar esos valores idílicos y sin contradicciones que tradicionalmente han conformado nuestra idea de identidad pero, en otros casos y con lúcidas interpretaciones, los artistas han ido a contracorriente. A estos que van en dirección opuesta construyendo una identidad crítica, se les exige estar a tono con lo ya aceptado socialmente como “idéntico a lo nuestro”. Desde esta falsa premisa le exigen al arte un comportamiento didáctico o si se quiere pedagógico; todo aquello que se mueve por fuera de la cultura oficial es considerado “extranjerismo dañino”; visto así, los recursos expresivos quedan limitados a la llana y simple ilustración que nada tiene que ver con el Realismo. Cualquier “nuevo decir”, toda idea renovadora, todo intento de experimentar con nuevas técnicas y materiales es juzgado por la “santa inquisición de la identidad” como intervencionismo cultural, en este punto tanto la derecha como la izquierda se unen para cuestionar las producciones artísticas que irrumpen con nuevos y auténticos valores de identidad.
Ver otra cultura es ver la nuestra
La afirmación es simplista: “como no se parece a lo que hemos visto en el pasado, entonces carece de identidad”. Bajo esta lógica toda generación anterior juzgó de “no idéntica” a la generación posterior. ¿Le habrá ocurrido lo mismo a Ricardo Aguilar cuando decidió beber de las fuentes del futurismo en una Honduras que sólo se reconocía en el paisajismo, el bodegón y la figuración? Nos hemos movido bajo una lógica absurda que tipifica como malo o carente de identidad todo aquello que no entendemos o nos resulte extraño. El arte contemporáneo ha nacido con el sello de lo “no idéntico”, o mejor dicho, su identidad reside en construir una visión dinámica, dialéctica de lo que llamamos “identidad”. No ser es su condición de ser.
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Los artistas que emigraron se fueron huyendo de la mediocridad local, querían abrir las ventanas de su espíritu para que una corriente fresca de creatividad, iniciativa, desprejuicio y conocimiento, les diera el oxígeno necesario para respirar en este medio encerrado y asfixiante. Confucio Montes de Oca se fue a París y después a Italia; Max Euceda, Pablo Zelaya Sierra, Aníbal Cruz y Virgilio Guardiola se fueron a España; Dante Lazaroni, Moisés Becerra, Benigno Gómez, Efraín Portillo, Mario Castillo y Obed Valladares se formaron en Italia; Horacio Reina vivió 31 años en Estados Unidos; Mario Zamora se estableció en México desde 1944, también estudió en Roma, Italia; Miguel Ángel Ruiz Matute estuvo una temporada en España, pero fue en Londres donde desarrolló su experiencia artística; Álvaro Canales interactuó entre México y Japón; Ricardo Aguilar nunca salió del país, aún así, no tuvo problemas para ir al encuentro de la estética futurista. Nuestra modernidad estética se forjó en contacto con el extranjero, luego pasó a formar parte de la matriz cultural hondureña; el expresionismo de Aníbal Cruz se perfeccionó en las academias españolas pero encontró su fuerza expresiva en los barrios pobres de Comayagüela.
Aspiramos a la universalidad porque queremos contarle al mundo que somos parte de ese todo que hemos construido. El acto de crear es un acto de fundar y toda fundación es descubrimiento: perplejidad y reconocimiento. La identidad no es una fórmula, es inventiva: es la huella que la sociedad va dejando como testimonio de su existencia. Quien siga sosteniendo una estética de “tapa rabo” como modelo de identidad nacional en el arte, está postulando un nuevo fundamentalismo de carácter fascistoide, un proyecto así sería, sin lugar a dudas, el modelo artístico de una dictadura.
Para dejar huella hay que andar, somos cultura en la medida que damos y recibimos; intercambiar, interactuar, intervenir, depositar, crear, inventar y renovar son acciones que fundamentan nuestro paso vital por el mundo. La defensa chata de la “identidad nacional” solo conduce a un arte sin aliento, con musgo espiritual.
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