Una noticia cultural alentadora es la inauguración de la muestra de fotografía contemporánea “El vidrio de Pandora”, de la artista Dilcia Cortés, este martes 23 de enero a partir de las 6:00 de la tarde en el Centro Cultural de España en Tegucigalpa.
Esta es una de las colecciones de fotografías más trascendentales de nuestro arte, la considero de una importancia esencial por la calidad de la obra, pero también por la temática que aborda: la protección infantil y la violencia que se ejerce hacia los niños desde múltiples ámbitos.
Las exposición presenta niñas y niños en posiciones que evocan orfandad, desolación o habitan el terror del sepia con que la artista las añeja, que casi raya en la nostalgia, para crear una distancia entre objeto artístico y espectador.
Estas fotografías poseen una enorme fuerza poética y una discreta violencia, son aterradoramente conflictivas.
El crítico de arte Carlos Lanza ha visto la colección de fotos de Dilcia Cortés y ha escrito un texto en el que reconoce su calidad y vigencia; en su ensayo “La metáfora del vidrio de Pandora”, Lanza opina que “no hay duda que en la propuesta de Cortés, la violencia se mueve en el orden de lo simbólico, esos niños son metáforas de un mundo atroz.
No estamos frente a una realidad reveladora de imágenes sino frente a una imagen reveladora de realidades, quizá este sea el logro más importante de
la muestra”.
La colección de fotografías “El vidrio de Pandora”, de Dilcia Cortés, resulta hermosa, no causa escándalo y se lleva bien con los dilemas morales, sin embargo, es mucho más compleja que lo que el ojo del espectador ha decidido creer. Antes de estar frente a las fotos donde varias niñas y niños yacen en posiciones que aparentemente transmiten sensaciones, he dicho, cercanas al desamparo, la primera pregunta es ¿Son niñas y niños semidesnudos?
¿Cómo es el proceso antes de la imagen? ¿Gana el sentido performático, que bien puede justificar la artista o el juicio de su trabajo nos plantea otros dilemas? ¿Cómo se maneja el tema de protección infantil? ¿Es la desnudez o el cuerpo el tema de importancia en esta muestra artística o es una metáfora que nos plantea un camino hacia una discusión inacabada que urge de nuestra reflexión?
Estas preguntas son pequeñas rendijas a lo que puede ser un campo de interpretación bastante complejo ya sea porque nuestras herramientas de análisis crítico a veces están despojadas de otros aspectos que pueden ser vitales para entrar a este universo, y no hablo precisamente de los dogmas respecto a la desnudez y a esa visión retrógrada donde el cuerpo es pecado o santidad, dualidad conflictiva que induce a la obediencia a una forma unilateral de ver la vida, tampoco me detengo en el análisis solitario antropológico, esa versión paradisiaca de muchos ilusos de atraernos (exotismo cultural en ristre) sobre el desnudo.
Lo más complejo es que no solo es un desnudo lo que ya causa revuelo y reacciones decadentes, lo complejo aquí es que se trata de niñas y niños semidesnudos, y para ser honesto, como curador debo confesar que no ha sido fácil para mí, me sacó de cierta zona de confort, ha generado un conflicto entre las razones artísticas plenas de libertad y licencias, mis lecturas y mis taras humanas en una sociedad atrasada como la nuestra, donde uno es un producto cultural templado con los defectos, los mitos y los dogmas.
Aunque lo pienso mejor, creo que es miedo y no razones éticas, pues el proceso ha sido muy bien cuidado para la realización de las fotografías para asegurar que no existe en el proceso alguna manipulación o mucho menos agresión y violencia.
Es importante mencionar que el tema de la desnudez si bien ha sido tratada en nuestra pintura con cierta regularidad, idealización, distanciamiento, aún nos hemos adentrado en él muy escasamente, por no decir superficialmente, porque resulta zona non grata y a veces muchas y muchos vivarachos tocan este tema para autoatribuirse algún escandalito o cuchicheo cultural que les de alguna famita en los cafés, círculos y salones decadentes de nuestro arte.
La fotografía hondureña en cambio adolece al encontrarse con el desnudo desde la coquetería con la irreverencia, el sensacionalismo y hasta la desfachatez por tratar con inmediatez y sin ninguna reflexión el tema.
Esto me intriga pues la publicidad nos arroja en la cara todos los días estos temas y me repugna la utilización de niñas y niños semidesnudos en productos como pañales, leche, ropa interior infantil, temporada de playa, etc., lo peor, está validado socialmente, lo aceptamos, nos enternecemos y compramos.
La fotografía de Dilcia Cortés roza esos límites, hay certezas estéticas y conceptuales que creo merecen el reconocimiento; nos impone la necesidad de asumir con estoicismo y sin miedo los temas vinculados a la protección infantil, no verlos como temas tabú, hablar abiertamente de él, que se vuelva cotidiano para asegurar la prevención y el tratamiento de las víctimas y el castigo a los culpables.
También esta muestra agrega la necesidad de la prevención, es interesante como la artista aboga, con la compañía de las instituciones de derechos de la niñez, para la creación de un Protocolo de Protección de las niñas y los niños en el mundo de la cultura y el arte.
Esto es trascendental, normalmente ese mundo se ha sacralizado como “culto y sensible” y en el peor de los casos libre de violencia y abuso, sin embargo, es un mundo agresivo. ¿Cuántos artistas no habrán abusado de sus modelos? ¿Cuántos abusadores no se habrán enmascarado de artistas? Si ya nuestros discursos “intelectuales” están cargados de machismo y patriarcado, nuestro lenguaje mismo es violento; es bueno aceptar que las desgracias del mundo del arte han sido en gran parte porque muchos hemos cerrado los ojos como unos desgraciados ante verdades y realidades que queremos disfrazar bajo el velo del talento o la falsa sensibilidad.
La exposición de Cortés nos hace feroces preguntas de forma frontal, nos llama a recordar la imagen común en los hogares provincianos hondureños de “La Nigüenta”, esa niña semidesnuda que siempre estaba sacándose una espina en las salas de todas las casas del occidente de Honduras y que en muchas ocasiones hasta servía de amuleto para la buena suerte; estas fotografías nos confrontan y nos preguntan por el desfile de belleza infantil de las niñas adiestradas por sus padres, docentes y productores de espectáculos para exponerse con movimientos y vestuario en eventos escolares o sociales, una clara apología al canon que asigna un papel determinante a la mujer y a las niñas.
Dilcia Cortés es una artista joven, he hablado ampliamente con ella sobre esta muestra, sabe que hay mucho que recorrer y que aprender, no solo de fotografía, sino de la vida; hoy posee como mérito tratar con altura este tema y desde luego quedamos a la expectativa para que el desarrollo final de su trabajo tenga un éxito más allá del estético (ese éxito sin duda está asegurado), hablo de la sensibilización de un discurso que nos ofrezca desde el arte interrogantes precisas que nos lleven a establecer debates que terminen en responsabilidades humanas, personales e institucionales, sobre la protección infantil, y no hablo de un arte utilitario (le quito la esperanza a los puristas diletantes), hablo de una visión sobre un mundo más seguro y de un lenguaje artístico capaz de desnudar la normalización de las imágenes de explotación infantil, la desigualdad de género, la violencia sexual ejercida sobre las niñas y las mujeres, la pornografía infantil y
el machismo.
La sutil agresividad de esta muestra fotográfica nos regresa a esa orilla inacabada de nuestra existencia de la que huimos o disimulamos con alevosía: se trata de una vieja deuda que tiene que ver con la protección infantil.
Esta es una fotografía donde la llaga de la deformidad humana nos confronta. Es verdad que por la resolución técnica, pareciera que hay una veladura casi poética, una aura que nos causa un sabor lejano, un sepia ácido que lentamente golpea en las playas de la fiebre, pero nada más estamos ante un simulacro de la ternura.
Con esta colección de fotografía, Dilcia Cortés se ubica como una protagonista de su generación en el arte hondureño, sin embargo, el afán estético queda rebasado y no se trata de la fuerza conceptual, el perfecto soporte y la resolución definida en sus fotografías, pues prefiere discursar a representar, formular un proceso de reflexión donde ella no escoge un modelo o elabora una locación, sino que indaga con transparencia ese mundo doloroso donde la inocencia no es vencida, ni se borra sino que se sostiene a pesar de la barbarie, la contrariedad y la violencia.