TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Los minutos se volvieron horas y las horas una eterna angustia, entre cadáveres, lamentos y el ajetreo de lo que parecía ser un hospital de guerra. El sueño de regresar a su hogar, abrazar a sus hijos y algún día montar una Harley Davidson se volvía tenue. Casi desvanecido, Melvin Ochoa se aferró a la vida, a la voluntad de Dios y a las extraordinarias hazañas del personal del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS).
Ahora es un testimonio viviente y relata ante EL HERALDO sus horas más oscuras.
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Contagio
El presagio de la batalla más difícil por librar en sus 46 años de existencia comenzó el 22 de junio, mientras acarreaba refrescos por los barrios capitalinos.
Padece de diabetes y conoce su enfermedad, por eso los nuevos achaques en su cuerpo lo alertaron.
Con fatiga y dolor en su pecho, respirar se volvió difícil. Asimismo, la fiebre, vómitos, malestar en sus articulaciones, diarrea e insomnio comenzaban a trazar el inicio de la lucha dentro de su organismo. En medio de la pandemia, sabía que la fusión de su enfermedad crónica con el covid-19 era letal.
Consciente de sus síntomas, notificó a la empresa que lo emplea, ellos le mandaron MAIZ y determinaron aislarlo en su vivienda, lugar que comparte con su madre de 68 años, su esposa Ana Carrasco y tres de sus cinco hijos.
Sin embargo, las mejorías nunca llegaban, al contrario, cada vez el dolor en su pecho se agudizaba y lo oprimía. Mientras eso pasaba, permanecía casi en la desesperanza rechazando la inocencia de sus pequeños hijos que intentaban acercarse para abrazarlo.
“Fui al IHSS, no pude hacerme la prueba, siempre se terminaban, entonces gasté 1,800 lempiras en dos pruebas en centros privados, ambas salieron positivas”, recordó.
Inconforme con el aislamiento recomendado, sus familiares buscaron médicos particulares, sin embargo, por temor, los galenos rechazaban atenderlo.
No obstante, el 7 de julio, alguien que sí recordó el juramento hipocrático lo atendió y se le detectó a través de exámenes una hipoxia severa y que la neumonía estaba golpeando sus pulmones. Ese mismo día fue remitido de emergencia al IHSS.
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Se contagió en el peor momento de la pandemia y lo que observó en el área de emergencia jamás lo olvidará, las sillas hacían la función de camas y se asignaban con suerte a algunos infectados. Era solo el inicio.
Los pasillos atestados de camillas volvían casi intransitable la zona en la cual el personal médico esquivaba a pacientes tirados por toda la fría cerámica blanca.
“Sentí tristeza cuando miré esas condiciones, cientos de personas estábamos como en medio de una guerra, es algo irreal, pensé que fracasaría”, recordó.
Sin oxígeno
Tras ser evaluado y constatar su crisis, los doctores le proporcionaron oxígeno, con eso la mejoría fue casi inmediata.
Sin embargo, en medio del colapso hospitalario, por duro que suene, los médicos se ven obligados a estirar lo poco que tienen y hacer malabares con la vida de los pacientes.
“Tenía dos horas con el oxígeno cuando ingresaron a un paciente más grave, me lo quitaron para dárselo a esa persona, solo escuché que un doctor dijo: ‘desconéctelo a él que está más estable’”.
Sin el suministro, soportó seis horas anclado en una silla, mientras vivía en carne propia los estragos de la pandemia, la imagen de su familia latía junto a su corazón.
Consumido por el virus y su infección pulmonar, Ochoa se levantó y con su cansado aliento, dijo a los médicos que no soportaba el dolor de pecho y que era diabético. “Disculpen, me siento mal, ¿pueden atenderme?”.
Entre la multitud, alguien escuchó su malestar y al revisarlo descubrieron que su saturación estaba en 68 de oxígeno, asimismo un glucómetro reveló que su nivel de azúcar era más de 500.
Tras la revisión, los galenos le consiguieron una colchoneta y lo acomodaron cerca de un viejo escritorio de metal.
Entre el desvanecimiento, además de ver los pies de los médicos miró como seis personas partieron de este mundo.
“Eran personas de la tercera edad, los médicos fumigaban los cadáveres y los envolvían en las sábanas, esos cuerpos permanecían junto a los otros pacientes casi una hora”, narró. Un día en emergencias y otros dos en sala de estabilización cambiaron su vida para siempre. Recibió el alta, no salió recuperado en un 100% y terminó de mejorar en casa. Ahora enfrenta secuelas. El estigma a veces lo persigue y depende de dos inyecciones diarias de insulina y su presión arterial sube. No se desanima y prometió que al estabilizarse donará su plasma con anticuerpos para salvar vidas de pacientes covid-19.