Tegucigalpa, Honduras
Si la ley del Sistema Penitenciario Nacional se cumpliera a cabalidad no habría fugas y los centros penales serían verdaderos reformatorios, pero una cosa es el papel y otra la realidad.
Las cárceles hondureñas están muy lejos de ser lo que manda la ley carcelaria que entró en vigencia el 3 de diciembre de 2012. Se trata de una legislación que en un extremo quiere ser férrea, imponer orden; pero por otro lado se muestra complaciente con el privado de libertad, tomando en cuenta los convenios sobre derechos humanos.
Desde mediados de los 80, con la entrada en vigencia de la Ley de Rehabilitación del Delincuente, el sistema penal estaba bajo el manejo civil a través de la Dirección General de Establecimientos Penales, dependiente, en aquel entonces, de la Secretaría de Gobernación. Sin embargo, en 1998 cuando los incendios, motines y fugas masivas hicieron entrar en crisis el sistema carcelario, la reacción del gobierno fue dejar la dirección y administración de las prisiones en manos de la Policía. El remedio resultó más dañino que curativo, las prisiones se volvieron ingobernables y una inagotable fuente de corrupción.
Ante 14 años de anarquía en la cárceles, el Congreso Nacional aprobó la Ley del Sistema Penitenciario, publicada en la Gaceta el 3 de diciembre de 2012. En ella se contempla que las prisiones ahora pasan al mando del nuevo Instituto Nacional Penitenciario (INP). A pesar de ello, los policías siguieron dirigiendo las cárceles.
Lo mismo
En 2014 el IPN se hace cargo de las cárceles, pero los policías siguen dirigiendo los penales. Ante el caos en el sistema, a mediados de 2015 se nombra a un militar activo como director del Instituto Penitenciario y las Fuerzas Armadas se responsabilizan de las principales prisiones.
Estas determinaciones entran en contradicción con la Ley Penitenciaria que en el artículos 35 manda que el personal directivo, técnico y administrativo debe contar con experiencia en la rama y los militares no la poseen. El artículo 37 es más explicito al establecer que no puede ingresar “a la Carrera de Personal del Sistema Penitenciario Nacional, quien: Se encuentre activo o de alta en el servicio de carrera militar o policial”.
Por otra parte, la ley estipula que se debe mantener un registro actualizado y detallado, a nivel nacional, de los privados de libertad, sin embargo, la última fuga en la Penitenciaría Nacional evidenció la falta de un meticuloso fichero.
Igual manda que los reos con enfermedades mentales, sordomudos, ciegos, los farmacodependientes y aquellos reclusos con serias limitaciones físicas o mentales puedan ser recluidos en instituciones especializadas, tampoco se cumple.
La rehabilitación también es una utopía, muy pocos centros penales cuentan con los servicios de maestros, psicólogos, trabajadores sociales e instructores técnicos necesarios para coadyuvar en la reeducación y reinserción social de los presos.
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El Estado, según la ley, es el responsable de suministrar a los internos “una dieta alimenticia adecuada a sus necesidades, suficiente para el mantenimiento de su salud y sustentada en criterios higiénico-dietéticos”, sin embargo, la dieta es tan pobre, por eso los pandilleros, con autorización no se sabe de quién, vienen introduciendo sus propios alimentos para cumplir con la disposición dietética que manda la normativa.
Asimismo, en el artículo 65 se prohíbe el consumo, trasiego, distribución y venta de bebidas alcohólicas, drogas, sustancias psicotrópicas, dentro de las prisiones, no obstante, se ha comprobado que son los mismos agentes penitenciarios quienes la ingresan. No solo eso, en abril de 2014 un director de la Penitenciaría Nacional fue separado del cargo por proxeneta, al introducir mujeres para que ciertos presos disfrutaran de sus perversiones sexuales.
De igual manera, la nueva Ley Penitenciara, en su artículo 91, prohíbe que al trasladar los reos de un lugar a otro se monten show publicitarios, lo que tan poco se cumple al montarse un gran espectáculo. Esto solo son algunos aspectos de la ley que no se cumplen