Hondureños en el Mundo

Hondureña espera ocho años para reencontrarse con su hijo

Una semana después de salir de Honduras habló con su madre por última vez y le pidió que rezara por él.

06.12.2018

SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Haydee Posadas tuvo que esperar ocho años hasta reencontrarse con su hijo. Eran tantos los nervios, que la noche anterior no pudo dormir.

Su hijo salió de Honduras rumbo a Estados Unidos en 2010, en parte por las amenazas de las pandillas, tal y como hace unas semanas hicieron miles de migrantes que se fueron en caravana, algunos de ellos de su mismo barrio. Pero al cruzar México, también como muchos otros, Wilmer Gerardo Núñez, de 35 años, desapareció en medio de la violencia desbocada del crimen organizado, no tan distinta de aquella que buscaba dejar atrás. Su madre, desesperada, no dejaba de rezar en busca de una respuesta.

“Estoy entre la espada y la pared”, se repetía la mujer año tras año. “No sé nada de mi hijo, si está muerto, si está vivo”.

La historia de Núñez es similar a las de muchas otras víctimas de la migración a su paso por México. Sólo en los últimos cuatro años, casi 4.000 migrantes han desaparecido o muerto en su ruta hacia Estados Unidos, según una investigación de The Associated Press. La cifra a la que llegó AP es de 1.573 personas más que la última estimación de Naciones Unidas y, aun así, sigue siendo un recuento conservador porque puede haber cuerpos perdidos en puntos desconocidos del desierto, enterrados en fosas clandestinas a lo largo de la ruta o familias que ni siquiera se han atrevido a denunciar que les falta alguien.

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Esos casi 4,000 latinoamericanos forman parte de los 56,800 migrantes desaparecidos o muertos en todo mundo en el mismo periodo. (link a la otra historia)

Migrar significa, en todo el planeta, correr riesgos. Cruzar México implica, además, recorrer territorios controlados por los cárteles donde el crimen organizado opera muchas veces casi con total impunidad. Más de 37.000 personas han desaparecido en el país en medio de la violencia del narcotráfico y el estado fronterizo de Tamaulipas, por donde pasa la ruta más corta para llegar a Estados Unidos desde Centroamérica, es el que tiene mayor número de desaparecidos. Lo abultado de las cifras unido a la burocracia, la fragmentación de la información, la falta de voluntad política y el miedo a los cárteles, hace que la recopilación de datos sobre un migrante desaparecido sea como armar un enorme rompecabezas en el que siempre faltan piezas.

Pero en ocasiones, gracias al trabajo de un sinfín de organizaciones, las respuestas llegan aunque sea a través de un pequeño trozo de papel manuscrito abandonado en una tiendita.

Ciudad Planeta, en las afueras de San Pedro Sula, podría parecer un barrio humilde como cualquier otro, con casas de una planta y techo de lámina. Sólo las rejas que protegen la mayoría de viviendas hacen intuir la realidad: que es una de las colonias más peligrosas de uno de los países más violentos del mundo.

De ahí salió Núñez por primera vez en los años 90, con 16 años, cuando su madre perdió el trabajo en una maquila.

“No me dijo nada, un día simplemente se fue”, recuerda Posadas, una mujer bajita de 73 años y ojos chispeantes sentada en el porche enrejado que construyeron con el primer dinero que les envió desde Estados Unidos “para que no se colaran los ladrones”.

Núñez no era el mayor de sus 10 hijos, pero sí el que velaba por todos. “Estaba lejos pero me acostumbre a tenerlo cerca, casi todos los días me llamaba”.

Hombre atlético que siempre lucía un cuidado bigote y barba de perilla, Wilmer había sido deportado dos veces, pero siempre regresaba a Estados Unidos porque allí había hecho su vida. En 2007 se enamoró de una mexicana, María Esther Lozano, que ahora tiene 38 años, y tuvieron una niña, Dachell. Cuando Lozano estaba a punto de dar a luz de nuevo, en julio de 2010, Núñez fue deportado por tercera vez.

Para su madre, las deportaciones eran sinónimo de felicidad porque podía disfrutar de su hijo en casa.

“’Viejita ¿qué hacemos de almuerzo?’, me decía, porque cocinaba mejor que una mujer”. A Posadas se le ilumina la cara con el recuerdo. “Hacía carne guisada, amasaba harina de tortillas, cocinaba plátano maduro o tajadas…”

En aquellos años, Ciudad Planeta ya se había convertido en centro de operaciones de las pandillas y en escenario de sanguinarias redadas. Ocho de los hijos de Posada se fueron del país.

La anciana sabía lo peligroso de la situación. Unas noches se despertaba por el estruendo de las pisadas de alguien huyendo sobre los techos de las casas. Otras por una balacera. O esa vez que su hija, la única que queda en Honduras, quedó esposada a las rejas de su vivienda mientras supuestos policías entraban y le pegaban un tiro a su nieto a quien acusaban de estar involucrado con las maras, una de las pesadillas actuales no solo de Honduras sino de otros países centroamericanos.

Pero la anciana, conocida por todos como “mamá Haydee”, tiene un lema de supervivencia básico en la Planeta, como coloquialmente se llama al barrio: “Si vio, no vio; si oyó, no oyó; y todos callados”.

La última vez que Núñez fue deportado, la situación era tan crítica que apenas salió de la casa.

“Lo veía muy pensativo”, rememora Posadas. “Siento temor, me decía”.

Quería regresar cuanto antes para conocer a su niña recién nacida, y después de unos días en San Pedro Sula su salida se precipitó aparentemente por una amenaza.

“Me tengo que ir de aquí ya”, le dijo a Lozano, su mujer, por teléfono sin más explicaciones el día antes de dejar la Planeta.

Junto con su sobrino y dos vecinos, Núñez tomó el autobús de medianoche que cada día lleva a decenas de migrantes hasta la frontera de Guatemala. Entre lo poco que tenía en su bolsa estaban unas “baleadas” preparadas por su tía: tortillas con frijoles y huevo, uno de los platos más populares de la peligrosa Ciudad Planeta.

Núñez siempre cruzaba por Mexicali _en la frontera con California_ con un coyote de su confianza. En esa ocasión, sin embargo, al llegar a Veracruz “le corretearon los Zetas y se lastimó un tobillo”, cuenta su esposa. Eso lo obligó a cambiar de ruta y seguir rumbo a Texas, un camino más corto, pero también más peligroso.

“Me llamaba todos los días, incluso desde el teléfono del coyote”, dice Lozano. Al guía lo acababa de conocer. Le parecía buena persona, aunque él estaba preocupado porque el grupo era muy grande. Viajaban en dos camiones.

Una semana después de salir de Honduras habló con su madre por última vez y le pidió que rezara por él. Un día más tarde, llamó a Lozano y estuvieron de plática una hora. Rula _que es como le llamaban_ estaba de buen humor y estuvieron bromeando sobre lo mucho que se echaban de menos.

Le dijo que estaban en Piedras Negras, Coahuila, al otro lado de Eagle Pass, Texas. “Me advirtió, ‘ya vamos a cruzar no te vayas a dormir’, porque yo tenía que depositar la mitad de dinero (3,000 dólares) y esperar a que su hermana me avisara que había llegado bien para pagar el resto”.

Esa llamada nunca llegó. María Esther Lozano no volvió a contactar con Núñez. Habló al coyote un par de veces, él le dijo que estaban todavía esperando para cruzar.

Luego nadie volvió a contestar el teléfono.

Al principio, Posadas y Lozano no estaban muy preocupadas porque era normal que durante el cruce perdieran el contacto unos días. Pero poco después, el 24 de agosto, una noticia en la televisión le encogió el alma a la anciana: el hallazgo de 72 cadáveres en un rancho de San Fernando, en Tamaulipas. Todos eran migrantes.

La mexicana lo tomó con más calma, porque sabía que San Fernando está a casi 600 kilómetros de Piedras Negras, donde Núñez le dijo que estaba la última vez que hablaron.

Al paso de los días se supo que una decena de personas en vehículos marcados con una “Z” habían cortado el paso a dos camiones. Se llevaron a los migrantes y les preguntaron si querían “trabajar para la guerra”, la de los cárteles de la droga. Solo uno aceptó. A todos los demás les vendaron los ojos, les ataron las manos y tumbados en el sueño los ejecutaron. Un ecuatoriano que sobrevivió, logró huir del lugar y alertó a la Marina mexicana.

“Me puse a llorar como loca. No salían nombres pero yo me revolvía”, recuerda Posadas.

Una lista de víctimas apareció poco después. Los nombres de su nieto y los dos vecinos que viajaban con ellos estaban ahí, pero de Núñez, ni rastro. Las autoridades le dijeron que si no estaba entre los muertos, estaría vivo.

La vida de Haydee Posadas comenzó a cambiar ese día. Preguntó por su hijo en la fiscalía, en la cancillería, ante las autoridades mexicanas para que rastrearan por todas partes. Su anterior pareja, el padre biológico de Núñez, se ofreció a ir a dejar una muestra de ADN para que lo compararan con el de los cuerpos todavía no identificados. Nada. Tampoco le reconocieron en las fotos de los cadáveres.

Posadas y Lozano, madre y esposa, quedaron unidas por un solo objetivo: buscar a Núñez. Lozano iba todos los días al consulado de Honduras; dio nombres, fotos, describió sus tatuajes, incluido uno que ponía Dachell y otro con el número 8. Y todavía nada.

Poco después se supo que el ecuatoriano que sobrevivió a la matanza dijo que había otro sobreviviente que le desató y le ayudó a salir del rancho. Era un hondureño. Lozano preguntó a autoridades de Honduras y México si podía ser su marido. Nada. Le negaron toda información porque se trataba de un testigo protegido.

En la embajada de Ecuador no tuvo más suerte. Pidió que le hicieran llegar al ecuatoriano una foto de Núñez. “No quería verlo, ni hablar con él, solo que viera la foto y me dijera si era la misma persona que le ayudó”, solloza recordando la desesperación del momento.

Desde Honduras, Posadas no avanzaba más. Marchó a Tegucigalpa a insistir en todas las instituciones, pero ni siquiera encontró quien le dijera qué había pasado con la prueba de ADN que supuestamente se había realizado su exmarido.

“Yo llamando y llamando siempre, hasta que se cumplió un año. Luego ya no me contestaron y dije ¿para qué seguir?”.

Solo quedaba ir a buscarlo a México pero… ¿a dónde podía ir una anciana enferma? Lozano no estaba en mejor situación, con cinco hijos dependiendo de ella, la más pequeña de meses y sin documentos legales para residir en Estados Unidos.

Hermanos de la mexicana fueron a Tamaulipas. Allí contrataron a un abogado que pudiera entrar a las cárceles y entonces apareció otra luz: les dijo que había visto a una persona de las características de Núñez en una de las prisiones.

En la casa de la Planeta, en San Pedro Sula, Posadas se preguntaba: “¿Será que Dios ha escuchado mis plegarias?”.

Pero esa pista también se esfumó. Nunca supieron nada más del abogado y los hermanos de Lozano tuvieron que dejar la búsqueda porque los amenazaron los Zetas.

Posadas pensaba que si estuviera vivo habría llamado. También se repetía que como no había ni rastro de su cuerpo, quizás había esperanza. A los tres años, el pesimismo comenzaba a imponerse.

“Sentía que estaba cayendo en una depresión tremenda”, reconoce. No dormía, se levantaba y pasaba las horas sentada en su pequeña sala llena de adornos, fotografías (entre ellas una de Núñez de adolescente), un televisor y telas con versículos de la biblia.

Los días eran igual de desesperantes. “Andaba por la calle y me miraban que sonreía pero era por fuera, nadie sabía cómo estaba yo por dentro”.