Es la segunda vez en poco más de un mes que este guatemalteco de 35 años intenta cruzar a Estados Unidos y ya ha gastado casi 20,000 dólares. Si lo logra, calcula que tardará dos años en pagar sus deudas a los traficantes de personas. Si lo deportan a Guatemala, podría llevarle 15 años, eso si las pandillas lo dejan vivir.
A pesar de que después de la llegada de miles de migrantes en caravanas el año pasado Estados Unidos y México endurecieron sus controles y políticas migratorias y de asilo, cientos de centroamericanos que huyen de la pobreza o la violencia siguen lanzándose al norte de forma clandestina.
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Desde que salió de Guatemala hace 40 días, René ha pasado por diversas casas de seguridad atestadas de gente, ha caminado en el lodo, pagado sobornos, visto a integrantes de una estructura criminal hacer tratos con policías corruptos y se ha estremecido ante narcos armados. Todo junto a su esposa y sus dos hijos.
Por motivos de seguridad The Associated Press oculta su nombre completo. René aún está en viaje y su testimonio da detalles de un negocio cada vez más próspero en el que el crimen organizado opera en connivencia con las autoridades.
Su viaje de 5,000 kilómetros es sólo una de las muchas rutas posibles que toman los migrantes. Pero se pague más o menos a los coyotes, se viaje en autobús o hacinado en camiones de carga, todos los caminos están marcados por el miedo: miles han muerto o desaparecido y la presencia de los cárteles es permanente.
Desbordamiento
En los últimos meses también aumentó la presencia de niños después de que Estados Unidos liberara a muchas familias porque sus instalaciones estaban desbordadas, lo que alentó la creencia de que las puertas de ese país estaban abiertas para las familias con menores.
Su hija de siete años y su hijo de 11 creyeron que se embarcaban en una divertida aventura cuando salieron de Ciudad de Guatemala el 20 de junio, pero los problemas empezaron de inmediato cuando le pagaron 1,300 dólares a un coyote que nunca apareció.
El segundo guía, al que se unieron en Malacatán casi en la frontera mexicana, les pareció de confianza. Había logrado cruzar a su primo y les cobraba 5,000 dólares -la mitad por adelantado- por cada “paquete”, que consiste en dejar a un niño y un adulto en suelo estadounidense para que se entreguen.
El viaje que emprendieron junto a otras cuatro personas comenzó con una caminata de ocho horas rodeando el volcán Tacaná, uno de los más de 350 puntos ciegos que hay a lo largo de los 1,200 kilómetros de selva y montañas que conforman la frontera sur mexicana.
Una pequeña camioneta de trasporte público los estaba esperando en Chiapas y unos kilómetros después se les unió otra que iba adelante avisando si había policías, pues en los últimos meses México ha reforzado la presencia de federales, militares y guardias nacionales en toda la zona.
Si se topaban con agentes el coyote o pollero ya alertado repartía 2,000 pesos (unos 100 dólares) por persona después de advertirle a los migrantes qué debían decir.
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“Dos veces nos pararon los federales y uno tiene que suplicarles y decirles que va solo (sin guía)”, dijo René. “Más que todo, a ellos les gusta que uno se humille”.
Con la camioneta se adentraron en el estado de Veracruz, en el Golfo de México, pero en lugar de seguir hacia el norte, la ruta más corta a Texas, giraron hacia la capital y antes de llegar a Puebla se volvieron a echar al monte para esquivar unos retenes.
La nueva caminata de seis horas en un terreno enlodado por las lluvias fue la más dura. “Yo me tiraba con los niños por donde parecía una resbaladera y les decía a mis hijos que era una excursión y ellos reían”, recordó el guatemalteco. Su objetivo era alejar a los pequeños de la realidad. “La pena y el miedo la llevaba yo sólo y mi esposa”.
En Ciudad de México estuvieron cuatro días en una bodega de cuatro metros por cuatro, con una sola puerta y sin ventanas donde dormían decenas de personas de grupos y países diferentes.
El plan de sus guías, que en la capital ya eran otros, era comprarles boletos de autobús para ir hasta Monterrey. Pero como una nueva ley prohibía hacerlo sin credencial, optaron por llevarlos en taxi hasta las afueras de la capital y parar un autobús de turismo. “Pagaron al chofer”, aseguró René. “Pero parecía que lo conocían porque aquí todos trabajan en lo mismo, todos piden dinero”.
Entonces les avisaron que las cosas podían complicarse. “Lo duro es entrar en el territorio de los cárteles”.
En tierras norteñas las terminales de autobuses son un hervidero de “halcones”, informantes de los narcos que, en el mejor de los casos, sólo observan y en otros preguntan sin descaro al migrante de dónde viene, si tiene familia en Estados Unidos e incluso revisan sus celulares para ver si es rentable una extorsión o un secuestro. De ahí que quienes viajan con un coyote utilizan claves para ser identificados por cada nuevo guía. Son palabras, números o frases como “vengo de bebé”, “me traje las perlas negras” o “porción de tacos” que cambian casa semana, explicó el guatemalteco.
Al llegar a Monterrey empezaron a ver hombres armados aunque, según René, en la casa de seguridad de esa ciudad donde pasaron tres días con unas 200 personas, más de la mitad niños, el ambiente no era tenso. “Te daban desayuno, almuerzo y cena, estábamos descansando nomás y a los niños les ponían la tele con dibujos animados”.
Al salir de allí fueron llevados a un centro comercial donde, tras unas pláticas de la jefa de la bodega con policías, un grupo de cinco vehículos con 12 personas cada uno salió escoltado por dos patrullas. Al llegar a una finca flanqueada por casi una veintena de hombres armados, los agentes se dieron la vuelta.
En ese tramo, recordó René aún asustado, les advirtieron que los niños debían agacharse porque eran frecuentes los disparos. “Con el rifle de un lado para otro, todos drogados. Ahí sí se asustaron los niños y todos”, reconoció.
Un poco más adelante en la carretera apareció el ejército y hubo una persecución hasta que los traficantes lograron perder a los militares metiéndose en un rancho privado.
El destino final fue la fronteriza Ciudad Miguel Alemán, en Tamaulipas, el estado por donde pasa la mitad de los migrantes, según el gobierno mexicano.
La casa tenía tres cuartos y había 148 personas. René sabe el número porque los contaban y luego hacían anotaciones en un cuaderno. No podían salir, dormían sentados y les prohibían hacer ruido. “Estábamos uno pegadito al otro”. Afuera, el calor superaba en esas semanas los 40 grados centígrados.
Cuando los niños comenzaron a desesperarse intentó animarlos con planes y recordándoles que por fin conocerían a su abuela, que vive en Estados Unidos. A los ocho días llegó el aviso por radio de que el cruce estaba libre. Entonces un familiar desde Guatemala depositó en una cuenta bancaria el resto del dinero y se lanzaron al Río Bravo.
Los 10 minutos que la familia tardó en atravesarlo fueron eternos para René. “Ya pasamos lo malo”, pensaba subido en la lancha inflable con 20 migrantes mientras un guía remaba y otro nadaba detrás.
No sabía que, tras entregarse, sería devuelto a México como parte de la nueva política estadounidense que ha retornado a más de 20.000 migrantes con el fin de que esperen aquí su audiencia para solicitar asilo.
A René lo citaron para el 20 de septiembre y le dijeron que México los ayudaría con alojamiento, trabajo y escuela. Pero en su lugar las autoridades mexicanas trasladaron a la familia a Monterrey y la abandonaron a su suerte junto a otro millar de migrantes sin explicación alguna. Allí fue donde AP lo encontró.
“Todo es una pantomima para darle tiempo a las personas a que se desesperen”, se lamentó.
Primero pensó en esperar la cita pero luego se arrepintió. Si a pesar de las fotografías de cuando las pandillas le dieron una paliza y las denuncias ante la policía le dicen que deben estudiar el caso y vuelven a expulsarlo a México, “¿qué vamos a hacer otros meses metidos acá?”.
Intranquilo por la inseguridad, decidió que su mujer y sus hijos regresen a Guatemala.
René se quedó en Monterrey y encontró un nuevo coyote que le pidió 7.000 dólares. Volvió a encerrarse varios días en una bodega hasta que le permitieron viajar en autobús a Tijuana, donde el martes por la noche tiene previsto lanzarse a las montañas con un galón de agua a la espalda. Después se uniría a su madre, que vive en California y que lo ayudaría a buscar trabajo.
“Me dieron la oportunidad y tengo que correr el riesgo”, dijo en una conversación telefónica antes de cruzar. “No queda de otra”.
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