Por Somini Sengupta/ The New York Times
Más que cualquier otra cosa que nos llevamos a la boca, la carne importa.
La carne que comemos —o rechazamos— le dice al mundo quiénes somos, a qué clase y casta pertenecemos, en qué dioses creemos. Halal o kosher. Puro vegetal o paleo. Hormel o mercado rodante.
A nivel mundial se sacrifican 80 mil millones de animales cada año para obtener carne. La cría de todos esos animales se ha apoderado de la mayor parte de las tierras agrícolas del mundo. Ha provocado enfermedades zoonóticas y una gran deforestación. Ha contaminado el aire y el agua y arrojado gases de efecto invernadero a la atmósfera.
También ha permitido que muchas más personas coman carne con más frecuencia que nunca, lo que a su vez ha ejercido presión sobre los gobiernos para mantener los precios de la carne costeables y reducir su impacto ambiental.
¿Qué significará todo esto para la industria cárnica mundial de un millón de millones de dólares?
Se asoma por el horizonte un nuevo tipo de agricultura industrial, uno que cultiva carne en tinas de acero gigantes, ya sea a partir de células reales extraídas de animales reales o de pequeños microorganismos.
Esta nueva industria tiene muchos nombres —carne de laboratorio, carne celular, carne cultivada, fermentación de precisión.
Sus fans alaban su extrema eficacia: patas, colas, plumas y hocicos quedan eliminados. Sus detractores dicen que es una amenaza para la cultura y los sustentos.
Los países más preocupados por el futuro de su suministro de alimentos se apresuran a conquistar el nuevo mercado de la carne. Los multimillonarios del mundo también están apostando por ello, incluyendo a los gigantes mundiales de la carne. Estados Unidos figura entre los primeros países en permitir su venta. Y aunque sólo está disponible ocasionalmente en restaurantes elegantes de Estados Unidos y en una tienda de delicatessen especializada en Singapur, causa tanta división que está prohibida preventivamente en lugares tan disímiles como Florida e Italia.
El futuro comercial de las carnes celulares aún no está claro. La única certeza es ésta: nuestro gusto por la carne ha agotado a la Tierra.
Pero es un gusto desigual en el mundo, entre quienes dan por hecho la carne y quienes no: millones de personas comen muy poca.
Nuestros primeros antepasados cazaban los animales que comían. Más tarde, los criamos en nuestra tierra o vagamos por la tierra con nuestros rebaños. Comimos su carne en pequeñas porciones y consumíamos casi todo. Tripas, patas, corazón. En el siglo 19, la refrigeración permitió transportar la carne desde muy lejos o enviarla desde lugares aún más lejanos, provocando la tala de bosques en lugares como Brasil.
Para fines de la década de 1940, los antibióticos se convirtieron en rutinarios en la alimentación de los pollos. A finales de la década de 1990, el maíz y la soya genéticamente modificados produjeron abundantes cosechas de piensos para animales. Los animales fueron criados para que fueran más grandes y crecieran más rápido. En Estados Unidos, los subsidios gubernamentales ayudaron: agua subterránea gratuita, préstamos respaldados por el gobierno federal, garantías de precios para cultivos forrajeros.
Hoy la industria cárnica mundial está dominada por un puñado de corporaciones, entre ellas JBS, Cargill y Tyson. Desde 1961, la producción de carne se ha cuadriplicado, eclipsando el crecimiento de la población humana, que sólo se duplicó. La carne pasó de ser especial a ser un derecho cotidiano. Mientras más prosperamos, más carne comimos.
El consumo de carne en China aumentó drásticamente, de unos 3 kilos per cápita en 1961 a más de 63.5 kilos en el 2021. Los estadounidenses pasaron de comer alrededor de 94 kilos de carne en 1961 a 127 kilos en el 2021, y el pollo pasó a dominar. En el 2022, los estadounidenses comieron 45 kilos de pollo per cápita, el doble que hace 40 años.
Gracias a la alimentación y la cría, un pollo de 8 semanas hoy pesa aproximadamente cuatro veces más que un pollo de 8 semanas hace 60 años. Sus pechugas son tan grandes que les puede resultar difícil mantenerse en pie.
Es posible que el pollo del futuro no tenga que permanecer de pie. ¿Para qué molestarse en tener patas? ¿O alas? ¿O picos? Todo ese animal devora recursos escasos: tierra, agua, alimento, tiempo. Ésta es la teoría del cambio para la industria de la carne celular. Elimina al animal. Haz crecer el tejido animal.
La carne celular se introduce en muchos de los complicados dilemas éticos, ambientales y financieros en torno al consumo de carne. Las granjas industriales, donde los animales viven vidas cortas y hacinadas, suelen producir menos emisiones por kilo de carne. En las pequeñas granjas que evitan los productos químicos, los animales probablemente viven mejor, pero producen carne más cara y más emisiones de gases de efecto invernadero.
La producción de carne hoy representa del 10 al 20 por ciento de las emisiones totales de gases de efecto invernadero. La nueva granja industrial cultiva células de pollo en tinas de acero gigantes llamadas biorreactores, llenas de aminoácidos, vitaminas y azúcares —los ingredientes que las células necesitan para crecer. Las células tardan aproximadamente dos semanas en multiplicarse lo suficiente como para formar trozos sólidos de tejido de pollo.
No es de extrañar que los gigantes mundiales de los alimentos, incluyendo ADM, Cargill y Tyson Foods, hayan invertido en las nuevas startups cárnicas, aunque nominalmente en comparación con lo que invierten en las operaciones cárnicas tradicionales. Esta nueva industria aún está en estado embrionario. Es difícil incrementar la producción en biorreactores.
No obstante, en Carolina del Norte está surgiendo un nuevo centro cárnico. Con dinero de las grandes empresas alimentarias, una empresa israelí llamada Believer Meats está construyendo una fábrica de 18 mil 500 metros cuadrados cerca de Wilson que pretende producir 12 millones de kilos de pollo cultivado al año.
Cerca de allí, en el campus de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, Jeff Bezos, cuyo imperio incluye la cadena de supermercados Whole Foods, está financiando un centro de investigación vía su fundación benéfica. Su objetivo es aumentar la producción, reducir costos y llevar proteínas alternativas a los estantes de los supermercados.
Un puñado de países, preocupados por asegurar su futuro suministro de alimentos, están promoviendo alternativas a la carne, incluyendo las carnes celulares. Entre ellos figuran Israel, Singapur y Corea del Sur, así como China, que ha señalado a la investigación sobre carne cultivada como una prioridad.
Una noche, probé el pollo del futuro en una fiesta en una azotea en Miami. Sería simplemente de muestra. Florida prohibiría la venta de carne cultivada tres días después.
Sabía a pollo de supermercado. No tenía nada del sabor intenso del pollo campestre que comí en un guiso casero al pie del Himalaya.
Para muchos, la carne nos trae recuerdos. Señala quiénes somos. Es el material de una carne asada de verano. Es pavo festivo.
Pero ahora enfrentamos los límites de la naturaleza. Simplemente no hay suficiente tierra ni agua en la Tierra para que los 8 mil millones de personas del mundo coman carne como los estadounidenses. Esa realidad choca con nuestro amor por la carne y nos obligará a reconsiderar nuestra relación con ella una vez más.
La carne podría tomar uno de dos caminos: la carne cultivada podría no prosperar. Los efectos del ganado en nuestra salud y el medio ambiente podrían elevar sus costos. En el mundo rico podríamos tener que volver a una época en la que comíamos carne en ocasiones especiales, como millones de otros aún lo hacen porque rara vez pueden costearlo.
O la nueva carne cultivada industrialmente podría despegar. En este futuro, los supermercados podrían ofrecer carne de res de biorreactor y una opción alimentada con pasto. En ese futuro, enfrentaríamos preguntas difíciles. ¿Quién podrá comer qué tipo de carne?. ¿Cómo hallar sentido a la carne en nuestros platos?.
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