El Salvador: plan de Bukele reduce violencia ¿Pero a qué costo?

La violencia ha disminuido en El Salvador con el plan de Bukele de represión a las pandilas, pero continúan señalamientos de encarcelamientos injustos

  • 14 de septiembre de 2024 a las 10:35
El Salvador: plan de Bukele reduce violencia ¿Pero a qué costo?
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Por Megan K. Stack/The New York Times

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Apopa, El Salvador

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Desde su silla de ruedas, Nöe del Cid observó cómo su vecindario volvía a la vida.

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Esta apretujada hilera de casas de blocks de cemento con ventanas con barrotes y techos de metal corrugado formó durante gran parte de la vida de Del Cid una precaria zona fronteriza entre pandillas enemigas. Aún son visibles cicatrices de bala talladas en las paredes de las casas y manchando los cuerpos de residentes como Del Cid, quien quedó parcialmente paralizado en el 2003 por un disparo en el cuello.

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En los dos años transcurridos desde que el Presidente Nayib Bukele desató su brutal represión contra las pandillas de El Salvador, la mayoría de los gánsters que alguna vez dominaron el vecindario han sido encarcelados, huyeron o se ocultaron, dijo Del Cid.

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“Tomó las medidas que necesitábamos que tomara”, dijo Del Cid, quien a sus 38 años es el presidente de la junta de vecinos del barrio. “Y no sólo eso, lo ha mantenido. Es muy admirable”.

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Cuando visité el vecindario recientemente, la calle estaba llena de vida —vecinas chismeaban a la puerta de sus casas y la esposa de Del Cid freía enchiladas en una estufa de gas. Su madre, que vive al otro lado de la calle, mantiene la televisión encendida —cuando Bukele sale a cuadro, usa un megáfono para transmitir las palabras del Presidente a los vecinos. ¡Nunca se sabe lo que dirá —o hará! Es parte capo de la mafia, parte Willy Wonka: un líder voluble con instintos de showman, que lanza amenazas con ojos impávidos entre grandes declaraciones de benevolencia.

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Este año, Del Cid y sus vecinos se unieron a la multitud ferviente afuera del Palacio Nacional para presenciar la toma de posesión de Bukele. Este segundo mandato es legalmente indefendible (la Constitución de El Salvador prohíbe la reelección consecutiva) y, al igual que el propio Presidente, tremendamente popular (ganó por abrumadora mayoría). Bukele advirtió a la gente que no se quejara de la “medicina amarga” que les espera. Esta es una de sus frases favoritas —y lo dice en serio.

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Desde el 2022, ha mantenido al País encerrado en un “estado de excepción” que otorga un poder embriagador a la policía y al Ejército, al tiempo que despoja a los salvadoreños comunes y corrientes de protecciones legales básicas. Esta situación debería durar un mes como máximo, pero el Gobierno de Bukele reinicia el reloj cada vez que expira. Al amparo de esta emergencia indefinida, se ha desarrollado su guerra contra las pandillas —una maraña de denuncias no comprobadas, desapariciones forzadas, torturas y encarcelamiento de niños.

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En la medida en que Bukele quería detener la violencia callejera y difundir la seguridad pública, su cruzada contra las pandillas ha funcionado. Pero, ¿a qué costo? El crimen y el castigo —por no mencionar la migración masiva de quienes huyen de la violencia— han adquirido una intensa resonancia política en todo el mundo, por lo que el proyecto del Presidente se ha convertido en una especie de prueba retórica de Rorschach para políticos y profesores. Sentados lejos de El Salvador, lo critican como un espectáculo escalofriante de opresión totalitaria o lo ensalzan como la liberación triunfal de la gente común y corriente del crimen. Sin embargo, rara vez escuché reacciones tan hiperbólicas por parte de los salvadoreños directa y radicalmente afectados.

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Le mencioné a Del Cid que muchas personas inocentes parecían haber sido encarceladas, esperando que él refutara y justificara. Pero no lo hizo. Como ocurrió con prácticamente todas las docenas de salvadoreños que entrevisté, la visión de Del Cid sobre la represión era complicada. Dijo que conocía a personas inocentes que fueron llevadas por la policía. Sus familias están pasando momentos terribles, añadió. La policía y el Ejército parecían haber abusado de su poder, dijo, o tal vez las investigaciones no fueron lo suficientemente cuidadosas.

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“La policía se los llevó por algún malentendido, o simplemente porque alguien les pagó para que lo hicieran”, dijo.

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Pero luego volvió a mirar hacia su tranquila calle. Había estado todo tan mal aquí y durante tanto tiempo. Los niños se veían obligados a caminar a través del bosque a la escuela en lugar de arriesgarse en la calle. La anciana que vive a unas puertas apenas sobrevivió el ser alcanzada en la parte baja de la espalda por una bala perdida. La madre de Del Cid envió a su hermana, que entonces tenía 14 años, a Estados Unidos porque los gángsters habían empezando a mirarla.

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“Estamos empezando a sentir seguridad”, dijo. “Y seguridad es lo que la gente quiere”.

Nöe del Cid, que quedó parcialmente paralizado por un disparo, ha visto mejorar su vecindario en El Salvador desde que el Presidente Nayib Bukele comenzó su represión contra las pandillas. (Juan Carlos para The New York Times)
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Cualquiera que dude de la magia de Bukele con la publicidad debería considerar esto: El Salvador es un país pequeño, en el que casi un tercio de la población vive en la pobreza. Aun así, Bukele es uno de los líderes más observados, debatidos y admirados del planeta.

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El entusiasmo que lo rodea proviene esencialmente de dos series de datos: las estadísticas de delincuencia y la popularidad nacional.

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El número de asesinatos en El Salvador, considerada en el 2015 como la capital mundial de los homicidios, se desplomó 70 por ciento en el 2023, según cifras del Gobierno, convirtiéndolo en uno de los lugares más seguros del hemisferio. En lo que respecta al encarcelamiento, El Salvador se jacta de la tasa de encarcelamiento per cápita más alta del mundo.

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El enigma filosófico presentado por Bukele es que sus partidarios son, en cierto sentido, entusiastas patrocinadores de su opresión, habiendo canjeado sus derechos por calles tranquilas. A pesar de la indignación de los abogados que señalaron que su candidatura era inconstitucional, obtuvo el 85 por ciento de los votos cuando ganó la reelección este año. Su índice de aprobación se sitúa por encima del 90 por ciento.

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El “modelo Bukele” es la comidilla de Latinoamérica. Burócratas de toda la región viajan en masa a San Salvador para estudiar los métodos policiales y visitar la enorme prisión modelo del Presidente Bukele, donde ven a prisioneros descolmillados, con la piel garabateada de tatuajes, pero con los ojos vacíos de emoción. Las encuestas sugieren que, en algunos países latinoamericanos, la gente prefiere a Bukele que a sus propios líderes.

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Y, sin embargo, podría decirse que Bukele no es nuevo. Dejando de lado la retórica incendiaria y los esquemas estrafalarios que lo mantienen en la noticia, se parece mucho a la versión más reciente de una figura latinoamericana demasiado familiar: el autócrata de discurso populista y cercano al Ejército que invoca terribles dilemas de seguridad mientras pisotea los derechos humanos y descarta el Estado de derecho.

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Entre las tácticas familiares de los aspirantes a dictador:

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Mantener cerca al Ejército. Bukele ha prometido duplicar el tamaño del Ejército y, de manera controvertida, envió efectivos a patrullar calles, rodear áreas residenciales e incluso organizar una breve toma del Parlamento, evocando recuerdos desagradables de la guerra civil.

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Marginar a los intelectuales y disidentes. La Universidad de El Salvador está siendo privada de fondos que le adeuda el Gobierno y tuvo que mantener muchas clases virtuales el año pasado. El campus se utilizó para albergar delegaciones visitantes y competencias deportivas.

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Reprimir a la Oposición. Con Bukele y sus aliados controlando la Asamblea Legislativa, algunos rivales políticos han enfrentado acusaciones de corrupción criticadas como políticamente motivadas.

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Debilitar el poder judicial. Bukele desafía los fallos de la Suprema Corte y sus partidarios en la Asamblea impusieron límites de edad a los magistrados. Cuando su partido obtuvo el control de las cámaras legislativas, los legisladores despidieron y reemplazaron a todos los magistrados de la Sala Constitucional de la Suprema Corte y al fiscal general.

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En cuanto a la represión de las pandillas, el Presidente Bukele ha tomado prestado de las políticas anticrimen de “mano dura” empleadas por los gobiernos salvadoreños desde el 2003. Pero hay una diferencia clave: la campaña de Bukele no está sujeta al debido proceso. Más policías, más soldados, más espacio carcelario —más de todo, al parecer, excepto salvaguardas judiciales.

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Los encarcelamientos masivos han sacado a los criminales de las calles, pero muchos expertos creen que la paz repentina también se explica por negociaciones encubiertas entre Bukele y los líderes de las pandillas que ha jurado destruir. (Niega haber negociado con pandillas.)

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José Miguel Cruz, director de investigación del Centro para América Latina y el Caribe de la Universidad Internacional de Florida, clasifica el modelo Bukele como una hazaña de manejo y relaciones públicas.

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Bukele ha estado negociando con líderes de pandillas desde que era Alcalde de San Salvador, dijo Cruz, y ha llegado a un acuerdo con las mismas personas que describe como “diablos”. Hay tanto secreto de estado en torno a las prisiones que es casi imposible estar seguro de quién está detenido y dónde, pero cuando un alto líder de la pandilla MS-13 que se suponía estaba en prisión en El Salvador apareció inexplicablemente en México, dio crédito a una teoría generalizada de que los principales jefes criminales han sido liberados silenciosamente y trasladados fuera del País, dejando a sus subordinados cargar con la peor parte de la represión.

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“Trató de mantener al liderazgo de las pandillas en regla para no tener ninguna reacción negativa”, dijo Cruz. “Escuchas estas cosas y —no, él no ha derrotado a las pandillas. Aún están allí”.

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En San Salvador, encontré al padre José María Tojeira en su oficina, preparándose para dar una misa. El padre Tojeira, un veterano defensor de los derechos humanos, ha trabajado en El Salvador desde los días de los escuadrones de la muerte y los sacerdotes asesinados.

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El padre Tojeira se ha reunido con Bukele varias veces, dijo, incluyendo en una cena ofrecida por un amigo en común. “La verdad es que me cayó bien”, dijo. Gracias a generaciones de violencia política y zozobra en el liderazgo, dijo, la mayoría de los salvadoreños no espera mucho de sus líderes.

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“Los gobiernos dan regalos para mantener contenta a la gente”, afirmó. “Desde que llegó al poder, este Presidente ha elegido muy bien los regalos”.

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El gran regalo es la seguridad básica. Pero lo que hace de Bukele un tipo diferente de líder, argumentó el padre Tojeira —y tal vez lo que lo hace peligroso— es que juega muy bien el juego.

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“Hace cosas muy similares a las que otros han hecho, pero, desde un punto de vista cínico, las hace mejor”, dijo el sacerdote. “Se presenta como un externo, con un lenguaje muy accesible, criticando la política, criticando la desigualdad económica, criticando la desigualdad jurídica”.

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La percepción de que Bukele es un hombre del pueblo, que se preocupa por los pobres —esta imagen ha sido tan poderosa políticamente como las calles seguras, argumentó el padre Tojeira. Se ha retratado como enemigo de la elite política corrupta, de los crueles gángsters y los sermoneadores extranjeros.

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Bukele ha detenido a unas 81 mil personas y las ha mantenido incomunicadas en circunstancias turbias. Entre los detenidos se encuentran miles de niños de incluso sólo 12 años, y algunos han sido torturados.

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Muchas de sus familias no tienen idea de qué se les acusa, dónde están retenidos, cuándo podrían ser liberados o incluso, en algunos casos, si todavía están vivos. Las historias son similares: un día llegó la policía y su familiar nunca regresó. Las detenciones son tan poco transparentes que parece más apropiado llamarlas secuestros. Ingrid Escobar, directora de Socorro Jurídico Humanitario, dijo que la investigación de su grupo de asistencia legal sugiere que alrededor de un tercio de los detenidos son inocentes.

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Me encontré con una multitud de familiares angustiados en una reunión de MOVIR, un grupo que defiende los derechos de los presos. En su mayoría eran mujeres, con documentos en mano y temor en sus rostros.

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La primera en acercarse fue Sandra Velasco, de 43 años. Quería que mirara una foto de su hijo de 25 años, que trabajaba en una granja de pollos antes de desaparecer en el sistema penitenciario. No fuma ni bebe; él no hace nada, insistió.

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Velasco fue arrestada junto con su hijo y pasó varios meses realizando trabajos forzados en una prisión de mujeres antes de ser liberada. Sus manos temblaban mientras hablábamos.

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“Vine aquí temiendo que me vuelvan a detener”, dijo. “Pero ya no sé qué hacer”.

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La gente dice que las plazas del centro histórico solían estar vacías y peligrosas, pero ahora es difícil imaginarlo. Están llenas de gente que deambula maravillada —por estar afuera, no tener miedo, darse cuenta de que hay turistas.

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Un hombre llamado Tony Ventura conducía un tren infantil frente a los edificios gubernamentales. Lleva un recuento de los turistas que se suben. “He tenido a británicos y japoneses. Sólo necesito un australiano”, dijo.

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No terminamos de hablar porque de repente caían gruesas gotas de lluvia. Ventura se alejó corriendo. De repente, esta plaza reconstruida con todo su tranquilo optimismo volvió a estar vacía.

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Megan K. Stack es autora y escritora colaboradora de Opinión. Ha sido corresponsal en China, Rusia, Egipto, Israel, Afganistán y la zona fronteriza Estados Unidos-México. Su primer libro, un relato narrativo de las guerras posteriores al 11 de septiembre, fue finalista del Premio Nacional del Libro de no ficción. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.

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© 2024 The New York Times Company

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