Por Michael Kimmelman / The New York Times
Benoist de Sinety, ex vicario general de París, iba en su motoneta esa tarde de abril del 2019, cruzando el Pont Neuf cuando vio llamas en su espejo retrovisor que salían de Notre-Dame. Maldijo, hizo una vuelta en U y aceleró hacia la Catedral.
En Notre-Dame se casó María, Reina de Escocia, se beatificó a Juana de Arco y se coronó a Napoleón. La Catedral ha sido tan central para Francia que su explanada es la zona cero desde la que se miden todas las distancias en la nación. Ahora estaba ardiendo.
El mundo entero pareció contener la respiración. Durante casi 900 años, desde que inició su construcción en 1163, la gran catedral gótica había sido el centro gravitacional de París. Antes del incendio, atraía a unos 13 millones de turistas mundiales al año, más que la Torre Eiffel, el Louvre o la Basílica de San Pedro en Roma.
Con el humo flotando sobre el Sena, muchos parisinos, que ya la consideraban parte del mobiliario cívico, de repente se dieron cuenta de lo mucho que significaba Notre-Dame. Era un vínculo compartido no solo con la Ciudad y el pasado, sino también con la belleza y el nivel más loable del logro humano. ¿Qué decía sobre nosotros y nuestro momento, en el largo arco de la historia, si este era su último día?
El edificio aún ardía cuando Emmanuel Macron, el Presidente de Francia, prometió reabrirlo en cinco años. Eso parecía poco probable. El techo de la Catedral, sostenido por un bosque medieval de vigas de roble, se había derrumbado. Su aguja del siglo 19 se iluminó como un cerillo contra el cielo oscuro, su punta crujió y cayó como espada por el techo. Las restauraciones podrían llevar décadas. Francia ya estaba sacudida por levantamientos por los precios de la gasolina y una red de seguridad social desgastada. El simbolismo del fuego era inconfundible. Luego vino el Covid.
Y, sin embargo, aquí estamos. Notre-Dame reabrió sus puertas al público el 8 de diciembre. La restauración continuará durante años, pero el logro hasta ahora es sorprendente. Para Macron y esta nación aún dividida, haber reconstruido el edificio ahora tiene un tipo diferente de peso simbólico. Para el mundo más amplio, subraya que las calamidades son superables, que algunas cosas buenas y verdaderas perduran —que es posible que la humanidad aún no haya perdido el contacto con su mejor yo.
Este verano, meses antes de la reapertura, vislumbré el interior de la Catedral, gran parte de ella todavía cubierta con lonas. Salí sintiendo que había sido testigo de una especie de milagro. Llegué al techo, donde los trabajadores estaban asegurando la aguja reconstruida y las vigas nuevas. Jean-Louis Bidet, director técnico de Ateliers Perrault, una de las empresas francesas encargadas de los carpinteros, dijo que cada roble había sido seleccionado para que coincidiera con los contornos de la antigua viga que reemplazaría. Luego, el árbol fue tallado para duplicar la silueta del original, con la marca del carpintero medieval nuevamente tatuada en él. El esfuerzo no fue para lucirse. El público no verá las vigas que ahora se encuentran detrás de las bóvedas restauradas del techo.
“Cada día tenemos 20 dificultades”, me dijo Philippe Jost, que dirigió el grupo de labores de restauración. “Pero es diferente cuando se trabaja en un edificio que tiene alma. La belleza hace que todo sea más fácil”.
No recuerdo haber visitado nunca una obra que se percibiera más tranquila, pese a la presión para terminar a tiempo, o una que estuviera llena del mismo aire tranquilo de alegría y certeza. Cuando le pregunté a una trabajadora qué significaba la labor para ella, empezó a llorar.
Notre-Dame también estaba en ruinas en el siglo 19, cuando se contrató a un joven arquitecto francés llamado Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc para salvarla. Durante la Revolución, los insurgentes decapitaron las estatuas de figuras del Antiguo Testamento que estaban en la fachada, confundiéndolas con retratos de reyes franceses. Rededicaron la Catedral al Culto a la Razón, fundiendo sus campanas para acuñar monedas y balas de cañón.
Viollet-le-Duc reconstruyó el edificio y reimaginó su arquitectura gótica. Es su legado el que finalmente preserva la restauración actual.
Restauró las estatuas del Antiguo Testamento en la fachada oeste. Rehizo los arbotantes, reparó el transepto sur, que se estaba derrumbando, y giró, por 15 delicados grados, su espectacular rosetón. Reimaginó las ventanas en el transepto y en el techo añadió esculturas de cobre de los Doce Apóstoles. Y diseñó la aguja que ahora ha sido recreada.
Viollet-le-Duc y otro joven arquitecto, Jean-Baptiste Lassus, habían ganado un concurso durante la década de 1840 que formaba parte de un incipiente movimiento nacionalista por salvar la herencia francesa a raíz de la novela de Víctor Hugo sobre un campanero jorobado. La novela provocó la indignación pública por el estado degradado de la Catedral.
Hugo, crítico de la jerarquía eclesiástica, celebró Notre-Dame como un gran palacio del pueblo, que encarnaba los ideales de la era romántica sobre igualdad y comunidad.
Notre-Dame ocupa el extremo este de una isla, la Île de la Cité, en medio del Sena, que alguna vez fue un asentamiento amurallado. Para cuando se pusieron los cimientos de Notre-Dame, la margen izquierda se había convertido en el hogar de un grupo de sitios religiosos y educativos y la margen derecha era un bullicioso centro comercial. A lo largo de los siglos, la Ciudad traspasó sus antiguas murallas. Para el siglo 20, los parisinos podían contemplar la Catedral desde la Torre Eiffel.
Puede hoy resultar difícil imaginar que París no era más grande que Reims o Chartres cuando Maurice de Sully, el Obispo de la Ciudad, encargó la Catedral. La iglesia abacial de St. Denis, a varios kilómetros de distancia, fue edificada para albergar las tumbas de los reyes franceses. Sus arcos apuntados, arbotantes y pilares con nervaduras ayudaron a iniciar la era gótica. El Obispo quería construir un monumento gótico aún más excelso. Se necesitarían casi 200 años.
De toda Francia, sopladores de vidrio, albañiles y carpinteros convergieron en París. La nueva Catedral se levantó donde se derribó un complejo de antiguas iglesias. Un maestro albañil, cuyo nombre se perdió en la historia, supervisó la construcción, que comenzó con el coro, el altar mayor y las bóvedas en el extremo este de la Catedral. En la década de 1220, la fachada oeste se había elevado y era la estructura más grande del París medieval, visible más allá de los límites de la Ciudad.
Nuevas tendencias en el diseño gótico llevaron a los sucesores de Sully a alterar el diseño, elevando el techo y duplicando el tamaño de las ventanas para dejar entrar más luz. Los canteros erigieron torres gemelas en la fachada oeste para albergar campanas gigantes. Se añadió una aguja que duró hasta el siglo 18. Se agregaron capillas y, salvo esa aguja, esto terminó siendo prácticamente la catedral que Viollet-le-Duc restauró, cuyas vigas de roble de 800 años de antigüedad se calcinaron hace cinco años.
El Presidente Macron decidió restaurar y limpiar el interior y reconstruir el techo de roble y plomo. Restaurar el techo también requeriría la participación de carpinteros, canteros y artesanos capacitados en técnicas ancestrales con raíces en la historia francesa y europea. Notre-Dame podría ayudar a rejuvenecer estas frágiles, pero preciadas habilidades. Después del anuncio de Macron, una organización francesa de artesanos llamada Compagnons du Devoir, que data del siglo 12, comenzó a recibir miles de solicitudes.
“En Francia, como en Estados Unidos, quienes hoy se dedican a oficios manuales tienden a ser considerados fracasados por las élites. Notre-Dame ha recordado a todos que esa labor es un camino a la dignidad y la excelencia”, me dijo en ese entonces Jean-Claude Bellanger, uno de sus antiguos líderes.
Ayudó a los restauradores que Rémi Fromont y Cédric Trentesaux, dos arquitectos franceses, hubieran tomado medidas precisas de la estructura del techo en el 2014, y que Andrew Tallon, un historiador del arte nacido en Bélgica y fallecido en 2018, hubiera escaneado digitalmente Notre-Dame antes del incendio, recopilando más de mil millones de puntos de datos. Ese esfuerzo dio a los trabajadores un mapa del edificio, con una precisión del ancho del borrador de un lápiz.
A pesar de todo el daño que causó el incendio, los muros de Notre-Dame de alguna forma no colapsaron, como temían los bomberos. Sus vitrales también sobrevivieron, junto con el órgano. Y lo mismo hicieron esas estatuas de cobre de los apóstoles en el techo, incluida la que es un retrato de Viollet-le-Duc, con el rostro vuelto hacia la aguja que diseñó. Los conservadores habían retirado todas unos días antes del incendio.
¿Por qué el mundo entero hizo una pausa aquella noche de abril? La primera sensación al entrar a la catedral puede ser abrumadora. Pero a menudo otro sentimiento se instala. En parte es una reacción a la calidad del sonido, la forma en que la catedral tiene su propia resonancia. Uno de los organistas de Notre-Dame, Olivier Latry, lo compara con un tubo de órgano: el edificio es un volumen, con peculiaridades. Re mayor, suena maravilloso, dijo.
El novelista Ken Follet, que escribió sobre Notre-Dame después del incendio, identifica un segundo sentimiento como tranquilidad. Esto es lo que proporciona la restauración.
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