Opinión

“Doctor, usted se inventa alguna de las historias que publica”, me dijo, con tono grave y esa expresión escrutadora que le hizo tan célebre.

Cuando me aprestaba a “defenderme”, apareció en sus labios una leve sonrisa y me dio una palmada cómplice en el hombro. “Siga escribiendo, Miguel.

A mí me gusta hacerlo temprano, a las cuatro de la mañana. El silencio de esa hora es el mejor”. Y siguió conversando conmigo, ofreciendo su opinión sobre el irredento rumbo del país, con frases más largas que las que solía utilizar en sus colaboraciones periodísticas, pero igual de contundentes.

Habiendo sido fiel lector de sus columnas durante mi adolescencia y años universitarios, era un halago saber que don Gautama Fonseca reparaba en las mías.

En plena década perdida recuerdo haberme impresionado por su fuerte cuestionamiento a la represión y estilo de gobierno de los primeros años del “retorno a la democracia”.

No usaba medias tintas. Criticaba el poder bicéfalo de esos días y sus excesos, con palabras directas y sin ambages. Cuando el golpe de barracas (y verraco), hizo lo suyo, no hizo como muchos que hicieron leña del árbol caído. Al contrario: envainó la espada y se dedicó, con adarga y lanza, a perseguir otros “gigantes”.

Cambió de casa editora, cuando le pareció conveniente (lo seguimos en otras páginas cuando así fue), del mismo modo que dio una cátedra de decencia política cuando se negó a cumplir los designios de su bancada en el Congreso Nacional, pues estos no podían superar los de su conciencia y mucho menos los intereses de sus electores.

Dispuesto a defender su honor “con balas si fuera necesario” (una de sus frases más recordadas), mantuvo agudas controversias con más de uno —periodista, funcionario o político— que nos hacen recordarle hoy como un debatiente informado, que nunca rehuía a la discusión si esta permitía esclarecer los hechos, valiente en presentar sus puntos de vista y rebatir los del contrario.

Quienes lo conocieron desde joven, dicen que ese fue siempre su estilo y característica, las mismas que le permitieron abrirse paso en el hostil mundo de la política nacional.

Tuve el privilegio de conocerlo en la intimidad del hogar de mi abuelo, Tomás Cálix Moncada. Les unía una singular amistad, que el mismo Gautama honró con más de una línea en sus columnas semanales.

No obstante seguir partidos políticos opuestos, se admiraban mutuamente. Gautama reconocía en él, su probidad y el enorme bien que había hecho al país con su servicio público.

Don Tomás admiraba a su amigo, por igual, por su entereza, valor y probidad. Habiendo servido ambos a su nación, eran —por encima de sus diferencias— la misma clase de hombres valiosos que tanto necesitamos hoy.

Al final de nuestras vidas, todos esperamos que la balanza de nuestras acciones se incline hacia el bien y el reconocimiento.

La de don Gautama pesa con méritos propios hacia ese lado. Hoy que hace su viaje inevitable a la posteridad, saludo su partida con la misma frase que él dedicó en su momento a mi abuelo:

“¡Lástima que hombres así hayan tan pocos en nuestro país! ¡Lástima!”.

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