La vida, en su naturaleza efímera, se asemeja a un suspiro, un instante fugaz en el vasto tejido del tiempo. Nos encontramos inmersos en un ciclo de experiencias, emociones y relaciones, pero a menudo olvidamos lo frágil que es nuestra existencia.
En este contexto, surge una reflexión necesaria: ¿Cuánto valoramos realmente la vida y cuán arrogantes nos tornamos ante su brevedad? Como dijo el filósofo griego Epicuro, “no se trata de vivir mucho, sino de vivir bien”. Esta idea nos invita a considerar que la cantidad de tiempo no es lo que define la calidad de nuestras vidas.
En nuestra búsqueda por alcanzar metas y ambiciones, a menudo nos llenamos de certezas, creyendo que somos el centro del universo. Sin embargo, olvidamos que “el hombre es un pequeño instante en el tiempo” (Gabriel García Márquez), y que la naturaleza no tiene la necesidad de rendir cuentas ante nuestra existencia; simplemente sigue su curso, indiferente a nuestras aspiraciones. Esta arrogancia nos lleva a ser menos agradecidos.
A menudo, pasamos por alto las pequeñas maravillas de la vida: el abrazo de un amigo, el aroma de un café recién hecho, la calidez del sol al amanecer. Como dijo el escritor estadounidense Ralph Waldo Emerson: “La gratitud es la memoria del corazón”.
Estamos tan absorbidos en nuestras preocupaciones y deseos que olvidamos expresar gratitud por los momentos que realmente cuentan. En nuestra búsqueda de más, a menudo perdemos de vista lo esencial.
Es fundamental reconocer que la vida no nos pertenece, sino que somos parte de ella. Esta comprensión debería inspirarnos a adoptar una actitud más humilde y agradecida.
Cada día es un regalo, y cada interacción, una oportunidad para aprender y crecer. El autor y filósofo Henri Bergson afirmaba que “el verdadero sentido de la vida no se encuentra en lo que se tiene, sino en lo que se es”.
La arrogancia se convierte en un obstáculo para la conexión auténtica con los demás y con nosotros mismos.