El sol se oculta detrás de las montañas rocosas, arrojando sombras largas sobre el viejo cementerio en medio del desierto. Es un lugar de silencio y misterio, un terreno olvidado por el mundo, donde los ecos de una guerra brutal y silenciosa resuenan entre las tumbas. Aquí, en este remoto rincón, se libra una batalla que va más allá de la vida y la muerte.
En la fría oscuridad de la noche, el terreno se transforma en un campo de guerra. No hay tiros ni explosiones, solo susurros y pasos furtivos. Las bandas rivales, que una vez se enfrentaron en la brutalidad del tráfico de drogas, ahora continúan su enfrentamiento en una arena aún más fría y desolada: el mundo de los muertos. Raúl “El Sello” Mendoza, un nombre temido y respetado en el mundo del narcotráfico, había ascendido rápidamente en las filas del crimen organizado. Conocido por su habilidad para deshacer alianzas y por su implacable crueldad, “El Sello” se convirtió en el nuevo amo de los territorios. Su dominio era innegable, pero su ambición lo llevó a cruzar una línea que nadie se atrevió a cruzar: la profanación de los cementerios rivales. Las tumbas de los líderes caídos, cuidadosamente marcadas por sus seguidores, se convirtieron en un objetivo.
“El Sello” sabía que, al deshonrar los restos de sus enemigos, no solo enviaba un mensaje, sino que también avivaba la llama del conflicto. Las leyendas del cementerio pronto comenzaron a girar en torno a un misterioso evento que quedaría grabado en la historia del crimen. El cementerio no era solo un lugar de descanso para los muertos, sino un terreno sagrado para aquellos que creían en la redención.
Un grupo de antiguos aliados de los líderes caídos, conocidos como “Los Espectros”, decidió tomar cartas en el asunto. Estos hombres, una vez leales a sus caídos, se habían retirado a las sombras, pero ahora volvían con una misión de venganza.
