La Marcha del Hambre, impulsada por la Unión Nacional de Campesinos, se erigió como un símbolo de dignidad y valentía frente a un poder que parecía indomable. Sin embargo, la represión no tardó en hacer su aparición, teñida de sangre y desesperanza. El coronel Padilla y sus hombres sembraron el terror en las filas campesinas, sembrando la semilla de la tragedia que pronto florecería en Los Horcones.
En el escenario de Olancho, tierra de conflictos ancestrales y disputas por la tierra, el destino trágico de once hombres y tres mujeres se selló con la brutalidad de la violencia desatada. Sus nombres, grabados en la memoria de quienes no olvidan, son un recordatorio de la fragilidad de la vida y la crueldad del poder.
Casimiro Cypher, Máximo Aguilera, Ruth García Mallorquín; sus vidas truncadas resonaron en los corazones de una nación consternada, llamando a la acción y exigiendo justicia. Pero, ¿dónde reside la justicia en un país marcado por la impunidad y el olvido? A lo largo de los años, los culpables han evadido el peso de la ley, protegidos por un manto de complicidades y privilegios.
La amnistía promulgada por el gobierno liberal, lejos de traer consuelo a los corazones afligidos, ha sido un cruel recordatorio de la fragilidad de la memoria y la fuerza del poder. Mientras los responsables de la masacre han encontrado refugio en la sombra, las familias de las víctimas luchan por mantener viva la llama de la esperanza y el recuerdo.
En la superficie, la vida continúa su curso en Honduras, con sus luces y sombras, sus alegrías y penas. Pero bajo la aparente calma, los ecos de Los Horcones persisten, clamando por justicia y verdad. En la lucha incansable de aquellos que se niegan a olvidar, reside la promesa de un mañana más justo y humano.
Mientras tanto, en el silencio de la historia, la memoria de los caídos en Los Horcones sigue resonando, recordándonos que la verdad nunca muere y que la justicia, aunque tardía, siempre llega.