Una de las películas que más he visto en mi vida es la célebre y galardonada “Los diez mandamientos”, película estadounidense épica de 1956, dirigida y producida por Cecil B. DeMille. Dramatiza la historia bíblica de la vida de Moisés, un príncipe egipcio adoptado que se convierte en el líder de su verdadero pueblo, la esclavizada nación hebrea, y por lo tanto, dirige el éxodo al Monte Sinaí, donde recibe los Diez Mandamientos de parte de Dios. La cinta nos muestra que el poder divino es muy grande, que el Dios de Moisés y de los hebreos es el único y verdadero Dios. Hay una escena en que el escogido por Dios, Moisés, baja del Monte Sinaí luego de pasar 40 días y 40 noches en la montaña con los diez mandamientos ya escritos por el dedo de Dios en las tablas, pero asombrado y molesto, mira como su pueblo se ha corrompido, por lo que se desata su ira y les lanza las tablas de la ley, además de ser condenados por Dios a vagar durante 40 años por el desierto.
La biblia en Miqueas 3, sobre la corrupción nos dice: “Escuchen, gobernantes de Jacob, autoridades del pueblo de Israel: ¿Acaso no les corresponde a ustedes conocer el derecho? Ustedes odian el bien y aman el mal”. La corrupción es una de las lacras de nuestra sociedad, pero no es algo nuevo. En la biblia hay muchas referencias sobre ella escritas hace miles de años.
En las pasadas elecciones internas ha salido a la luz pública un fraude cometido en los tres partidos que acudieron con entusiasmo a ellas, respaldadas por un pueblo ávido de un cambio para elegir a nuevas autoridades.
Curiosamente, solo en el movimiento de Yani Rosenthal en el partido Liberal no se cometió este tipo de atropellos a la voluntad popular. Esto deja en evidencia que hemos llegado al punto en que tanto las autoridades encargadas del proceso, medios de comunicación y peor aún los jóvenes que estuvieron en las mesas receptoras fueron por “una mano peluda” corrompidos para llevar a cabo el peor de los procesos electorales de la historia de nuestra democracia.