El atentado contra el expresidente Donald Trump y los recientes episodios de violencia política en México y en otras democracias del mundo subrayan una crisis ética y política profunda que desafía los principios fundamentales de la democracia. Estos eventos no son solo actos de violencia, sino manifestaciones de una crisis en el respeto y en la capacidad de las sociedades para mantener un diálogo democrático genuino.
Desde una perspectiva filosófica, la democracia se basa en el respeto irrestricto a la libertad de expresión y al debate constructivo. Según John Stuart Mill, en su obra “Sobre la libertad” (1859), la libertad de expresión es esencial para la evolución de la verdad y el progreso social.
Mill argumenta que el intercambio libre de ideas, incluso aquellas que son impopulares o controversiales, es fundamental para el desarrollo de una sociedad justa y dinámica.
La violencia política, entonces, representa una antítesis a esta libertad. Actos como atentados y asesinatos de políticos y candidatos no solo coartan la libertad de expresión, sino que también socavan la confianza pública en el proceso democrático.
La filosofía política de Hannah Arendt, en su obra “Sobre la revolución” (1963), también destaca que la violencia en contextos políticos no solo destruye vidas, sino que deteriora la infraestructura de la democracia, alterando la capacidad de la sociedad para participar en un diálogo constructivo y resolver conflictos de manera pacífica.
El uso de la violencia para resolver disputas políticas es una forma de autoritarismo, en la que el poder se impone a través del miedo y la intimidación en lugar de la persuasión y el consenso. Michel Foucault, en su análisis de las relaciones de poder en “Vigilar y castigar” (1975), sostiene que el poder no solo se ejerce a través de instituciones formales, sino también a través de formas más sutiles y coercitivas de control social, (continuará).