El gerente de Honduras, Juan Orlando Hernández, llegó al Estado de Israel para irse a lamentar al Muro de Buraq, que es el lugar más sagrado del judaísmo, vestigio del Templo de Jerusalén y uno de los destinos religiosos más intensos y emotivos. Al final, no importa si son judíos, musulmanes, cristianos o cachurecos.
Este no es más que un pecado, pues ha ido a pararse allí mientras el país agoniza en una crisis sanitaria desatada en todos los rincones del país por la presencia del coronavirus, la inoperancia y la corrupción que ha pulverizado todo esfuerzo para salvar la vida de miles de compatriotas que a diario se someten a las respuestas de siempre. «No hay vacunas», pero sí viajes para Hernández, junto a su monumental comitiva escandalosa de bendecidos funcionarios, arrogantes con el dinero del pueblo, señoras y señores de ruindad pública que se fueron a tomar selfis ataviados con un Talit: el manto de plegaria que se colocan los judíos durante las oraciones, y que estos herejes del poder usaron para disfrazar su hipocresía ante Dios.
Andaban más bien de paseo, en un peregrinaje de placer para inaugurar la embajada de Honduras en Jerusalén, donde, según ellos, fueron bien recibidos en el aeropuerto Ben Gurión por autoridades israelíes, quienes se quedaron espantados por aquel mercado de pulgas saltarinas que se aglomeraron en la pista aérea para caminar en alfombra roja bajo la Estrella de David.
Más allá de la repugnancia de estos personajes de quinta categoría, el hecho es histórico, porque en 73 años de existencia del Estado de Israel, Honduras ha estado en diferentes posturas, incluso en contra, pero eso cambió desde 2014 por la determinación de Hernández, y a raíz de diversos intereses, Honduras e Israel estrechan relaciones.
Un acontecimiento importante y formal se debe seguir con los rigores de protocolo que establece el conjunto de normas que todo representante político debe tomar en la interacción con representantes de la otra nación, reduciéndose pues, en un verdadero acto diplomático, no en un circo gratis para aprovecharse e irse con toda su raza de vagabundos con chequera pública, cosa que no le importa a Hernández, quien sí se preocupa por el ejercicio regular y la actividad física que le ayuda a controlar el peso, más no el miserable peso de la economía nacional, por eso hizo sus ejercicios rutinarios al correr por las calles de Jerusalén, como si estuviera en Honduras, corriendo detrás de más concentración de poder.
Hernández también visitó un lugar significativo de Israel: el Bosque de los Presidentes, donde el mandatario sembró un árbol, mientras acá sembraba el caos ensartando, contra todas las fuerzas opositoras el iluso cuento atractivo para la inversión en las Zonas Especiales de Desarrollo y Empleo (ZEDE): una especie de paisitos con ascensores para los grandes capitales crecidos en la sombra de la sospecha, como unicornios en un paraíso fiscal, donde no existirán lamentos, pero sí muros que arrastran las oraciones detrás de las paredes húmedas del llanto incesante de millones de hondureños arrodillados por la pobreza, la mala salud y las desigualdades sanitarias que amontona cadáveres de esos «cristianos» que andan de romería y no quieren ver, porque es fácil hacerse el ciego en un país abandonado en el trance mortal de la ingobernanza de los bienes comunes.
Allá lejos está la Estrella de David, iluminando la Tierra Santa, con el Cantar de los Cantares y el rey Salomón, en un pacto sellado entre Dios y Abraham. Más abajo, en estas tierras de pan llevar, de maizales perdidos y pájaros hambrientos, la estrella solitaria sella pactos con la estafa y el crimen, iluminando los caminos oscuros de la política, por donde recorren los reyecitos de la farsa que regalan una corona de espinas para los pobres que esperan ser enterrados en un pedazo de tierra prometida.