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La inseguridad en Honduras es una herida abierta que sangra día tras día, dejando a su paso un rastro de víctimas inocentes, lágrimas y desesperanza. Honduras, un país con un potencial enorme, se ve arrastrado por la corriente de violencia que parece no tener fin, y la incompetencia de sus autoridades es un agravio adicional a la tragedia.

En lugar de actuar con firmeza y determinación, se han convertido en cómplices por omisión, permitiendo que el caos se arraigue cada vez más en la vida cotidiana de los hondureños.

Es indignante, por decir lo menos, que el secretario de Estado en el Despacho de Seguridad se mantenga en un cómodo asiento burocrático mientras las calles del país se convierten en escenarios de guerra. Las promesas de campaña, las conferencias de prensa y las reuniones con altos mandos no han hecho más que generar ruido mediático sin producir resultados tangibles. Mientras tanto, la realidad para la mayoría de los ciudadanos es la de vivir con miedo constante, encerrados en sus casas, rezando para no convertirse en la próxima estadística de homicidios o desapariciones.

Los derechos de las víctimas del crimen parecen haber sido borrados del discurso oficial. Se habla de programas de prevención, de reformas policiales, de cooperación internacional, pero las madres que lloran a sus hijos asesinados no ven justicia. Los padres que buscan a sus hijos desaparecidos no encuentran respuestas. La ciudadanía honrada se siente abandonada por un Estado que se muestra incapaz de protegerla, mientras que las estructuras criminales operan con una impunidad que raya en la burla.

Es imposible no sentirse enfadado, incluso furioso, cuando se observa la inacción de quienes deberían estar al frente de la lucha contra el crimen. Gustavo Sánchez y su equipo parecen estar más preocupados por mantener las apariencias que por enfrentar con seriedad la crisis de seguridad. Cada vez que un nuevo plan de seguridad es anunciado con bombos y platillos, la esperanza de cambio se desvanece rápidamente ante la realidad de que nada cambia, o peor, todo empeora.

La violencia en Honduras no es un fenómeno aislado, es una enfermedad que se ha extendido por todo el tejido social, y la ineficacia del gobierno en combatirla no es solo una falla administrativa, es una traición a la ciudadanía. No se trata únicamente de estadísticas de homicidios, se trata de vidas humanas, de familias destruidas, de sueños truncados. Cada víctima del crimen es una prueba más del fracaso de las políticas de seguridad y de la falta de voluntad para enfrentarlas con la seriedad que requieren.

El pueblo hondureño merece algo mejor que la incompetencia evidenciada. Merece un gobierno que se comprometa realmente con la protección de sus ciudadanos, que ponga fin a la impunidad y que priorice los derechos de las víctimas por encima de cualquier otro interés. Es hora de que el Estado asuma su responsabilidad y actúe con la determinación y el coraje que la situación exige. De lo contrario, la inseguridad seguirá devorando el alma de Honduras, y con ella, el futuro de nuestra gente.