Una de las características que más admiro de las personas que son capaces de configurar la historia humana es su humildad. Esta fue la primera impresión que tuve cuando me encontré, por casualidad, con uno de los libros del entonces cardenal Ratzinger: “Informe sobre la fe”.
Me sorprendió la sencillez con que exponía los asuntos más profundos de nuestra sociedad y de la Iglesia. Al mismo tiempo, las páginas de este libro traslucen una erudición y conocimiento de nuestra época y de las ideologías imperantes que llamaban profundamente la atención.
Sin entrar en polémicas, era capaz de hacer una síntesis sobre la teología de la liberación, por ejemplo, que no hacían falta más explicaciones para darse cuenta que esta postura iba en una dirección diferente de la liberación del pecado de la que habla Jesús en el Evangelio. Desde entonces, cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, procuré leer todos los escritos del cardenal alemán que caían en mis manos.
Cuando fue electo Papa el 19 de abril del año 2005, además de su genialidad como teólogo y pensador, quedaron al descubierto para mí su profunda piedad y amor a la Iglesia. Electo a los 78 años, era conocido que había puesto su renuncia al menos en tres ocasiones, incluso había hecho planes de retirarse para dedicarse a la oración y a la continuación de su vida como teólogo.
Sin embargo, como uno de los colaboradores más cercanos de Juan Pablo II, los cardenales vieron en Él a la persona que más conocía a la Iglesia por un lado y por otro al que podía concluir el gran proyecto de Juan Pablo II de poner en práctica el Concilio Vaticano II.
Sería muy difícil condensar en este espacio las principales enseñanzas de uno de los papados más luminosos de la historia. Uno de sus postulados que más me impactó fue la relación profunda que existe entre la razón y la fe.
La razón habilita el camino para establecer el diálogo con los diferentes actores de la sociedad, incluso los no cristianos y ateos. La condena a la “dictadura del relativismo” nos puso por delante el reto de ser buscadores de la verdad, precisamente su lema episcopal “Cooperatores Veritatem” muestra su actitud profunda de respeto y diálogo, incluso con personas que tenían posturas completamente opuestas.
A pesar de que no tenía la personalidad arrolladora de su predecesor, supo gobernar la Iglesia por casi ocho años.
Se veía a sí mismo como un “humilde trabajador en la viña del Señor”, sin embargo es el parecer unánime de todas las personas que lo trataron, incluso de los que lo adversaron, que se trataba de una de esas personalidades originales que dejarán una profunda huella en la historia.
Cuando supe la noticia de su renuncia como Papa el 11 de febrero del año 2013 reconozco que fue difícil para mí comprender esa decisión. Me consolaba la noticia que nos transmitió de que lo hacía con plena libertad y para bien de la Iglesia. No era un paso fácil de dar pero con el tiempo quedó en evidencia que estaba desprendido de la opinión ajena.
Lo importante era cumplir con honestidad ante Dios lo que consideraba que era su deber como máximo pastor de la Iglesia.
No añado nada nuevo a lo que han dicho muchas personas después de su muerte el treinta y uno de diciembre pasado. No quería dejar de rendir mi agradecimiento y cariño al Papa que con su doctrina y ejemplo dejó en mí una profunda huella.