Columnistas

Daniel en el espejo

Aquella ilusión social, aquella utopía conquistada por la Revolución sandinista de 1979 que lideró la lucha armada en contra del gobierno déspota de Somoza —miembro menor de una dinastía que ejerció durante cuatro décadas un control total sobre la vida política y económica de Nicaragua— dejó un rastro de más de treinta y cinco mil muertos.

Esa ilusión se volvió un masa de fuerzas en la clandestinidad; y en diciembre de 1974, un asalto a una fiesta personal de Somoza Debayle obligó al gobierno a pagar un rescate de USD 5 millones y a excarcelar a varios miembros del frente sandinista, incluyendo a un muchacho sin carisma, sin codicias, sin claridad de ideas, sin fuerza intelectual y con un discurso aletargado y soporífero, es decir, Daniel Ortega, quien nació el 11 de noviembre de 1945 en el pueblo de La Libertad, bajo la nostalgia de una familia pobre.

Ortega fue monaguillo con vocación sacerdotal, abandonó la Facultad de Derecho y cruzó la línea de fuego con el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Muchos años después, con sus lentes de casi ciego y su cabello como banderas al viento, se sacudía al verse sosegado y retraído aquel 19 de julio de 1979 en la Plaza de la Revolución, celebrando la caída del dictador Somoza.

De inmediato, se creó la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que incluía a Daniel Ortega por ser el de menos liderazgo y sin ambiciones, lo cual generaba confianza en el peligroso juego del poder. Luego, vinieron las renuncias, desacuerdos y complejas relaciones de los miembros de esa junta, además de que surgieron las luchas, la contrarrevolución, las deserciones y las acusaciones brutales de una guerra que de nuevo se encendía en Nicaragua.
Mientras Ortega y los sandinistas, con el poder en las manos, se disolvieron las promesas de la democracia y empezaron a la cacería de la oposición, a censurar la prensa y a confiscar empresas y propiedades privadas.

En 1984, Daniel se presentó como candidato y se había impuesto en unas elecciones confusas y obligadas a suscribir en 1987 los acuerdos de paz de Esquipulas, mismos que contemplaban el adelanto de los comicios presidenciales. Por otro lado, en febrero de 1990, Violeta de Chamorro derrotó a Ortega y le puso fin a la Revolución sandinista. Fue la única en la historia de América Latina que habiendo alcanzado el poder por las armas lo entregó en las urnas, puesto que Ortega, armando el rompecabezas de su fracaso, participó como candidato y perdió de forma contundente tres elecciones presidenciales consecutivas.

Ya Nicaragua era una fantasma espeso en las sombras de en una grave crisis económica e institucional, cuando finalmente Ortega consiguió ganar las elecciones presidenciales de 2006 —en las que no participaron sus principales rivales políticos porque disolvió tres partidos políticos y arrestaron a siete aspirantes—. Fue justo en ese momento que Ortega estructuró su poder supremo, ejecutando, como en los viejos tiempos, al Estado de derecho que estaba arrinconando las promesas como la construcción de una canal interoceánico y una economía desbaratada, con ese coctel de descontento popular que logró estallar las multitudinarias protestas de 2018, en las que brutalmente se reprimió a la población a bala viva, desatando una violencia descomunal con cientos de muertes, miles de heridos y detenidos personajes de la empresa privada, la cultura y el periodismo detenidos bajo acusaciones insostenibles y un éxodo de ciudadanos huyendo del país.

Daniel Ortega, con 76 años, fue reelecto para un cuarto mandato consecutivo, dentro de una trinchera parecida a una tumba cavada por Rusia, China, Cuba y Venezuela, que en sus vigilias de aburrimiento busca en el espejo su imagen marcada por los despojos de la ideología y arrugada por el populismo de bisutería, pues acerca su rostro y en los ojos ve el opaco recuerdo de Anastasio Somoza Debayle.