Para la comunidad educativa hondureña, el inicio del año 2022 estuvo impregnado de un fuerte optimismo. Parecía que por fin la educación nacional podía iniciar un cambio importante que posibilite la construcción de un mejor país.
Buenos augurios y altas expectativas: el Plan de Gobierno de la presidenta que muchos votamos llenos de esperanza, planteó como una de sus metas “un sistema educativo renovado de primera clase mundial...”. Y coherente con su discurso, incrementó en más de 2 mil millones de lempiras el presupuesto de Educación para 2022.
Inicio desconcertante: el año lectivo inició tarde y cargado de declaraciones más del tipo “consignas”, que de propuestas con temas específicos. Por ejemplo, se repitió hasta el cansancio la idea de “refundar la educación”, pero sin darle contenido a tan sugestiva frase. Gran parte de las noticias educativas del año se enfocaron en un concurso docente “histórico”, cuyos resultados siguen siendo inciertos varios meses después, y que, al parecer, van a provocar un nuevo registro máximo de casos impugnados.
Lo importante y relevante no se hizo: después de dos años con los centros educativos cerrados y operando bajo un ficticio esquema de “virtualidad”, la experiencia internacional ya identificaba varias tareas fundamentales a implementar en el retorno a las aulas. Nada de ello se hizo, y tampoco se dio continuidad a otras actividades que ya se venían realizando en años anteriores.
Se regresó a clases presenciales en abril, pero no se distribuyó material biosanitario, no se realizó una evaluación diagnóstica inicial para conocer las pérdidas de aprendizaje durante los dos años de pandemia y, por consiguiente, no se elaboraron los correspondientes planes de nivelación de los aprendizajes ni las adaptaciones curriculares que exige una coyuntura tan particular. Pero tampoco se proporcionaron “mochilas escolares”, no se distribuyó la merienda escolar (esto, apenas se inició en agosto), no se dotó de libros de texto y cuadernos de trabajo a los estudiantes, ni se aportó el internet gratuito del que se vino hablando durante los dos años de pandemia.
Pésima finalización del año escolar: ante la evidencia de menos de 100 días de clases presenciales y la sugerencia de declarar una “Emergencia educativa” para implementar clases con docentes desempleados (de los que hay miles), especialmente contratados para trabajar intensamente durante los meses de “vacaciones”, se reaccionó en forma agresiva y descalificadora. ¿Resultado? Otro período vacacional simulando que se hace algo. En resumen, más de lo mismo que ha tenido la educación hondureña en la última década.
Ningún cambio relevante para mejorar el sistema, continuar presionando a los docentes para que promuevan a sus alumnos independientemente de si aprendieron tan siquiera lo mínimo establecido por el currículo, generando “buenas estadísticas” de reprobación y deserción. Una continuación de la “Pedagogía de la mediocridad” de la última década.
Pero de nuevo, muchas expectativas para el 2023: los hondureños somos optimistas por tradición, y esperamos que, en el presente año, luego de un nuevo aumento presupuestario de L 2,500 millones y un equipo gubernamental más asentado, se inicie un verdadero cambio en la educación hondureña. “En Dios confiamos”, indica la inscripción de una moneda de un país del norte...