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El divorcio y las etapas del orgullo

Leía recientemente la reseña de un libro curioso. Libby Rees, una niña que a los seis años sufrió el trauma de la separación de sus padres, escribió una guía para niños que han sufrido el divorcio.

Help, Hope and Happiness contiene consejos que constituyen un método que comenzó cuando Libby fue redactando una lista que le sirvió para superar sus miedos y ansiedades. La lectura de estos consejos dan cuenta del sufrimiento que debe significar un divorcio para los hijos que lo padecen. Algunos de ellos son: “Piensa en algo que siempre te haga reír. Dilo cuando estés triste y te animará”, “Intenta encontrar algún tiempo para estar sola. Disfruta de una película o un libro favoritos. Te dará un valioso tiempo sin preocupaciones” y “Encuentra un lugar en el que estés sola. Chilla y patalea”.

Un divorcio nunca es una buena noticia. Nadie proyecta un matrimonio para después romperlo. Un hombre y una mujer se casan para construir un proyecto común hasta que la muerte los separe. Las dificultades propias de toda pareja lejos de justificar cualquier ruptura, con las disposiciones adecuadas más bien la fortalecen. El compromiso matrimonial actúa entonces como una base sólida sobre el cual se construye la estabilidad de una familia. “Quiero dejarte claro que pase lo que pase, nunca te pediré o te concederé el divorcio”. Le decía estas palabras un recién casado a su esposa para delimitar el “campo de juego” donde se realizarían todos los acuerdos y desacuerdos de la convivencia familiar.

Uno de los peores enemigos del matrimonio es el orgullo. En cualquiera de sus formas, consiste en resaltar lo propio por encima de lo ajeno. Si no se lucha por mantenerlo dentro de los límites razonables induce a una especie de locura donde se exalta de forma desmedida el propio criterio. Tal vez una de las primeras señales de orgullo es la falta de confianza en el otro. Para el orgulloso la única fuente de verdad procede de sí mismo. Esto provoca que comiencen a existir hechos o situaciones que ya no se comparten o peor aún, que se ocultan a la pareja. El ladrón piensa que los demás son de su misma condición con lo cual el insincero no puede evitar colocar, de forma injusta, etiquetas de insinceridad en los otros. Surgen entonces las suspicacias y los celos que muchas veces son provocados única y exclusivamente por el que los padece. La insinceridad y la desconfianza provocan una distancia moral y física cada vez mayor. Se deja de pensar en el otro e incluso se le quiere ver cada vez menos. Aparecen las críticas internas y las descalificaciones. Se cae en la lógica de echar culpas a los demás y se producen constante recriminaciones. El orgulloso se piensa a sí mismo como la fuente misma de todas las cualidades y talentos, por lo tanto, se considera incapaz de cometer errores. Al ser las faltas invisibles a los propios ojos, se aleja cada vez más la necesidad de pedir perdón. El corazón se endurece y se vuelve sumamente difícil perdonar. No es extraño que en estas circunstancias surja la mentalidad de víctima que hace pensar en los propios compromisos como una carga pesada e insoportable.

Tal vez no haga falta seguir describiendo este triste itinerario que he visto en más de una ocasión. En todo caso, siempre se puede dar marcha atrás recurriendo a la humildad. Todo comienza con recuperar la confianza para aceptar con sinceridad los propios errores. Luego, se pasa a perdonar y pedir perdón por los posibles agravios y finalmente la relación sale fortalecida al experimentar la alegría de la reconciliación.