El clero católico está organizado en una jerarquía ascendente basado en los tres grados del sacramento del orden sacerdotal (el Episcopado, el Presbiterado y el Diaconado), quienes desempeñan la función de gobernar en la fe y guiar en las cuestiones morales y de vida cristiana a los fieles católicos, conforme a lo que Cristo instituyó para “alimentar al pueblo de Dios en su nombre, y para eso les dio autoridad”.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) sentó un precedente y marcó un punto de inflexión en la definición de la identidad laical y su compromiso en la construcción de la Iglesia. A partir de ese momento, el laico fue considerado pieza importante en la tarea de llevar la buena nueva al mundo mediante la evangelización.
El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) refiriéndose a los laicos cita: ‘Deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia, es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice y los obispos en comunión con él.’ (CIC 899).
En consonancia con este mandato, el papa Francisco a lo largo de su pontificado ha motivado al Pueblo de Dios a que tomemos el liderazgo dentro de la Iglesia y a que seamos los protagonistas de la vida cotidiana, recordándonos que “todos ingresamos a la Iglesia como laicos” pues el primer sacramento el que sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que estar muy orgullosos es el “bautismo”.
Nos recuerda el Papa, que cada hombre y cada mujer están considerados en el gran proyecto de amor de Dios Padre, pues la Iglesia no es un grupo selectivo, en ella todos estamos llamados a ser parte del Pueblo de Dios, a estar en primera línea de la vida de la Iglesia, mediante nuestro testimonio, sobre la verdad del Evangelio y su ejemplo al expresar nuestra fe con la práctica de la solidaridad.
Nuestra misión está en comprometernos en el mundo y desde el mundo, en desplegar todas nuestras capacidades en la cultura, la ciencia, las artes, la economía, la política, los medios de comunicación, el trabajo, la familia, los hijos.
El Papa plantea que la Iglesia necesita el compromiso de los laicos y nos insta a poner nuestra creatividad al servicio de los desafíos del mundo actual. De manera clara y contundente, destaca que el laico debe esmerarse para hacerse prójimo, con una especial atención a las periferias existenciales.
Con frecuencia se incurre en el error de pensar que el laico comprometido es aquel que trabaja en las obras de la Iglesia y/o en las cosas de la parroquia o de la diócesis, pero poco hemos reflexionado acerca de cómo acompañar a un bautizado en su vida pública y cotidiana; cómo él, en su quehacer cotidiano, con las responsabilidades que tiene se compromete como cristiano en la vida pública.
Sin embargo, el Papa es consciente que el binomio “Iglesia – Pueblo de Dios” podría tropezar si prevalece el clericalismo, una actitud que no sólo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso en el corazón de sus fieles.
Atados a esa idea, muchos laicos y sacerdotes piensan que ellos son los únicos responsables de impulsar la misión de la Iglesia, a pesar de que el Magisterio de la Iglesia dice lo contrario. Durante siglos, la Iglesia se mantuvo entre los muros de los templos, ahora la invitación del pontífice está centrada en una: ‘Iglesia en salida – laicado en salida’.
De ese modo, los laicos somos considerados como la piedra angular de una Iglesia en salida desplegando otra forma de vivir más allá del templo, que, con su ejemplo de vida y testimonio, hace posible otro mundo más humano y evangélico.
La madurez de su fe debe llevar, no solo a discernir los signos de los tiempos, sino a poder escribirlos de vez en cuando. Lo que implica que el Pueblo de Dios debe levantar la mirada, dirigirla hacia afuera de las cuatro paredes, ir en búsqueda de muchos que se encuentran alejados, de las tantas familias en dificultad y necesitadas de misericordia, descubrir nuevos campos del apostolado aún por explorar e incorporar a los numerosos laicos con corazón bueno y generosos, que con gusto pondrían al servicio del Evangelio, sus energías, su tiempo, sus capacidades.
Hoy más que nunca, se necesita un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, es el momento, que el laico desde la madurez de su fe, asuma plenamente su condición laical y redescubra la belleza de ser cristiano y la alegría de dar testimonio. La vocación laical no solo implica un cristiano maduro, también que esté formado y que su participación no se limite solo a tareas intraeclesiales.
La lógica evangélica es intentar construir una sociedad que no esté basada en los valores del dinero, el consumo, el poder, el dominio o el descarte, sino que, por el contrario, fomente el amor, la igualdad y la solidaridad. Ojos abiertos para el cuidado de todos, pero sobre todo de los más débiles y necesitados.
El papa Francisco prioriza una “Iglesia en salida” y una “Iglesia para los pobres” por lo que tenemos que constituirnos en todas las regiones de la tierra en un estado permanente de misión, atentos a que lo importante no es caminar solos, sino contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral.
La inculturación es un trabajo de artesanos y no una fábrica de producción en serie de procesos que se dedicarían a fabricar mundos o espacios cristianos. Hay mucho todavía por reflexionar y por hacer en nuestra Iglesia. Que Dios nos ayude a poner manos a la obra. ¡La Iglesia nos está necesitando, acudamos a ella!