Columnistas

Hermano contra hermano

Cuando Pablo Zelaya Sierra decidió retornar a Honduras después de una década en la Europa que se recuperaba de la Gran Guerra, había olvidado cómo se vivía en nuestro irredento país. Discípulo de maestros españoles, algunos cercanos al cubismo, tuvo la oportunidad de nutrir su talento con corrientes clásicas y regionalistas españolas, además de sumarse al vanguardismo de la época en Madrid y París.

En 1932 Zelaya Sierra regresó a su tierra natal. Su última pintura -“Hermano contra hermano” -elaborada en esos días- es una muestra de su estado de ánimo. El cuadro muestra imágenes brutales de las guerras civiles que impactaron al autor, antes de su partida y a su regreso. Cronistas cuentan que su espíritu y salud habían decaído al toparse con la desidia y violencia nativas, pues después de permanecer tanto tiempo en el bullente viejo continente y ser parte de la modernidad como un igual, enfrentó la frustración de ser visto de menos y recibir un trabajo oficial como pintor de brocha gorda. Antes que concluyera 1932, el que es hoy considerado como uno de nuestros más grandes pintores, moría en un hospital público, como consecuencia de un derrame cerebral.

El talento de Zelaya Sierra es evidente al contemplar su obra, parte de la cual se encuentra resguardada por la pinacoteca del Banco Central de Honduras y colecciones privadas. De todas las pinturas del maestro, probablemente “La muchacha del huacal” y “Las monjas” son las más admiradas por la mayoría debido a su acabado y estética, pero “Hermano contra hermano” destaca por lo crudo y sombrío de sus imágenes. El cuadro muestra en primer plano a un hombre en caites y ropa de paisano empinándose una botella de aguardiente con su mano izquierda, mientras -con pistola al cinto- sostiene con la derecha una cabeza, recientemente cortada a alguno de los cuerpos que yacen detrás de él (uno de ellos a lomo de un burro). El lienzo muestra al fondo humo y mujeres huyendo por un camino, mucha destrucción y crueldad (en primer plano, un brazo que sale del borde izquierdo del cuadro, empuña un machete y lo hunde sobre un ojo de otra cabeza que ha rodado por el suelo).

La sobrecogedora escena que representó Zelaya Sierra en sus días postreros era común en Honduras a principios del siglo XX. Motivados por discursos radicales que llamaban a alzarse en armas cada vez que fuera indispensable, muchos hombres perdieron la vida sin entender detalles de los intereses que los enfrentaban. Bastaba ser seguidor de un pendón o un caudillo (a quien nunca se había visto) para inmolarse.

Con el paso de los años, hemos olvidado estas historias y sus lecciones. Cuando veo la violencia que hoy nos abate y escucho entre nosotros discursos que, en medio de la euforia, frustración o cólera, insultan y llaman a acabar con todo aquel que no comparte puntos de vista y posiciones, solo pienso en las poderosas y desoladoras imágenes del cuadro de Pablo Zelaya Sierra. En ellas se ve cómo la irracionalidad, la intolerancia y el odio entre hermanos y hermanas lo destruye todo. Todo.